Capítulo único

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Pepa bostezó y frotó sus ojos para poder abrirlos.

Había una nube sobre ella.

Otra vez.

Había perdido la cuenta de los días en los que amanecía con una nube enorme encima. Ni siquiera lloviznaba o nevaba, solo estaba ahí, observándola y acompañándola como si fuera su sombra.

¡Aghhhh! —gruñó, girando hacia el lado de Félix—. Otra vez la maldi...

Vacío.

—¿Qué? —preguntó Pepa para sí misma. Frunció una ceja y se sentó inmediatamente, mirando alrededor de su gigantesca habitación para buscar algún rastro de su esposo. Félix nunca se levantaba antes que ella, y menos los fines de semana. Decenas de pensamientos volaron por su cabeza: ¿había provocado un huracán dormida y lo había arrastrado? ¿Hubo una emergencia y tuvo que huir del Encanto para siempre? ¿Se había escapado con otra mujer?

La nube se tornó gris y empezó a multiplicarse.

Un golpeteo a su izquierda la sacó de sus pensamientos paranoicos, desvaneciendo las nubes por completo. Los tablones del buró estaban moviéndose arrítmicamente para hacer saltar el pequeño reloj que se encontraba encima.

12:06 p.m.

Oh no.

Era domingo, así que Pepa no tenía ninguna tarea pendiente en el pueblo, pero seguro se había perdido parte del almuerzo dominical familiar y su madre no iba a estar nada feliz. Después de ponerse su vestido amarillo a prueba de agua y tejer su trenza pelirroja, salió tan rápido de su habitación que hizo girar las veletas de madera que tenía sobre los muebles.

—Lo siento, lo siento, lo siento —saludó, entrando al comedor y atrapando todas las miradas. Los Madrigal ya estaban en la mesa y su silla era la única que estaba vacía.

—Pepa, llegas tarde —señaló Alma, con una mirada de desaprobación.

—Lo sé, perdón —Gesticuló sin hacer ningún sonido. La abuela sólo ignoró la respuesta y le dio un sorbo al caldo que contenía su cuchara.

—¿Qué te pasa? ¿Por qué no me despertaste? —le susurró a Félix bastante molesta, mientras tomaba asiento y una pequeña nube se formaba arriba de ella.

Félix no dijo palabra alguna, solo sonrió levemente y movió la cabeza indicando el plato hondo frente ella, para que Pepa comiera antes de que se enfriara su sopa. La había notado demasiado cansada los últimos días, así que prefirió dejarla dormir un par de horas más, aun sabiendo que le esperaría un reclamo.

Pepa rodó los ojos y comenzó a comer. El ajiaco era una de las especialidades de Julieta y también uno de sus platillos favoritos. Siempre le recordaba a su infancia, pues tenía exactamente el mismo sabor que el que preparaba su madre. Estaba disfrutándolo hasta que notó su estómago revolverse más con cada cucharada.

Eso no tenía sentido. La comida de Julieta debería calmar cualquier malestar, no causarlo. Prefirió dejar el plato de lado y tomar una empanada del plato central, en el que estaban apiladas en forma de una montaña. Se veían bastante crujientes y apetitosas.

—Hoy estuve a cargo de las empanadas —mencionó Agustín, con una sonrisa orgullosa. A todos les habían encantado, solo faltaba una aprobación más para considerarlas un éxito. Posó su mirada fija en Pepa, para detectar cualquier reacción.

Pero en cuanto le dio un mordisco, sintió náuseas.

—¿Y...?

Pepa empujó repentinamente la mesa para que su silla se recorriera hacia atrás y salió corriendo, cubriendo su boca con la mano. La sonrisa entusiasta de Agustín se transformó en una fingida y forzada.

Dos latidos | EncantoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora