Mi ex mejor amigo miró al piso un momento y no separó la vista de los cordones de sus zapatos. Lo único que necesitó para comenzar fue una pequeña palmada en la espalda.

—Si te digo un secreto, ¿me prometes que no se lo contarás a nadie? —preguntó con sus ojos fijos en los míos.

—Creo que un secreto es "secreto* porque no se lo cuentas a nadie —rematé antes de agregar, esta vez serio—: Puedes confiar en mí.

—Gracias.

Noah volvió a suspirar y la fuerza de sus pulmones agitó apenas el agua limpia del inodoro. Yo repetí la misma estrategia en su espalda y, como por arte de magia, las palabras brotaron de su boca.

—¿Te acuerdas de cuando me dijiste que la pubertad te hacía sentir incómodo? Pelos en todos lados: piernas, axilas y allí abajo… ¿Recuerdas que te dije que no tenías que soportar nada que no te gustara?

—Sí.

—Bueno, yo estoy cansado de fingir que me gustan las chicas.

Silencio absoluto. Intenté establecer contacto visual con él, pero mi ex mejor amigo había vuelto a fijar la vista en los zócalos. Intentaba mantenerse fuerte, pero era evidente que sus ojos se habían empañado. Yo esperé que las lágrimas comenzaran a decorar sus mejillas, pero no lo hicieron. Noah mantuvo su falsa entereza todo el rato. Hasta que le di un abrazo. Solo entonces pude notar que todo su cuerpo se sacudía del miedo y que sus rodillas hacían un vano intento por mantener la estabilidad.

—Siéntate —le indiqué mientras bajaba la tapa del retrete.

Fue entonces cuando alguien entró al baño del lado y comenzó a orinar. El tipo estaba bastante cargado, porque no paró de mear durante un buen rato. Noah y yo seguimos sus zapatos y vimos cómo el meador pasaba a los lavabos para luego perderse en la puerta de entrada. De nuevo solos, me armé de valor e hice la pregunta más peligrosa:

—¿Quién te gusta?

Noah tardó un buen tiempo en responder. Sus manos se movían por su rostro para secar las lágrimas imaginarias. Incluso sentado, su cuerpo no había abandonado su temblor, temblor solo comparable con un terremoto de siete grados en la escala de Richter.

—Un chico del conservatorio. Su nombre es Frank.

Suspiré de alivio por ambos. Mi mente había maquinado mil teorías disparatadas y temía herir los sentimientos de Noah. Con el asunto resuelto, me dediqué a escuchar.

—Nos conocimos hace algunos meses y solíamos encontrarnos en los baños después de clases. Ayer nos dimos nuestro primer beso.

—¿Y te gustó? —le pregunté, sin saber muy bien qué debería decir.

—Fue el mejor beso de mi vida.

No era para menos: Noah había tenido dos novias en sus cortos trece años y, si alguien sabía de besos, era él.

—¿Tus padres lo saben?

—No. Nadie lo sabe, excepto tú.

—Ven, lávate la cara y sonríe un poco, que no has matado a nadie.

—Salgamos de a uno para no levantar sospechas —sugirió él y yo asentí.

Dos minutos más tarde, él se lavaba la cara y yo deslizaba algunos comentarios divertidos para hacerlo sonreír. Para mi sorpresa, Noah se prendió a mis bromas y un rictus medio triste medio lastimero apareció en sus labios.

—¿Sabes una cosa? —confesé de pronto—. Yo también tengo un secreto.

—¿Es algo malo? —preguntó él, entre curioso y extrañado.

Nadie sabrá lo que fuimos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora