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Ana estuvo en el hospital durante más de una semana. Los primeros días tuvo alucinaciones y los médicos no eran capaces de hacer que pararan. Durante los minutos que estas duraban, mi amiga balbuceaba palabras entrecortadas que ninguno de nosotros era capaz de descifrar.

Según pasaba el tiempo, los delirios se volvían más frecuentes y también más intensos, y los balbuceos se convirtieron en frases cortas e inconexas con una sola cosa en común: Ana siempre mencionaba el mismo nombre.

Naya.

Ninguno sabíamos a qué hacía referencia esa palabra, y tampoco podíamos preguntarle a Ana, porque mi amiga no había abierto los ojos desde que la trajeron al hospital.

—¡Debe haber algo que ustedes puedan hacer! —reclamaba su madre día tras día, viendo que su hija no mejoraba.

—Le pido disculpas, de verdad —repetían los médicos—, pero no sabemos qué le pasa. Jamás habíamos visto un caso como el suyo. No conocemos ningún tipo de veneno animal que pueda provocar estos efectos.

—¿Y no hay más pruebas que puedan realizarle? Tal vez, alguna aporte algo de luz sobre...

—Ya le hemos hecho todas las que hemos podido. Analizamos su sangre tres veces, y ninguno de los análisis mostró coincidencia con ninguna serpiente conocida.

—¿Y entonces? —había intervenido el padre de Ana, con el tono teñido de hastío e impotencia.

—Lo sentimos mucho, pero no hay nada más que nosotros podamos hacer, salvo seguir inyectándole el antídoto y rezar para que la niña acabe mejorando tarde o temprano.

Me gustaría poder decir que nunca perdí la esperanza, pero, a medida que los días pasaban y Ana seguía sin abrir los ojos, atrapada entre el sueño y los delirios, más me costaba seguir creyendo que se recuperaría.

***

Los días pasaban y el estado de Ana no hacía más que empeorar ante la desesperación de sus padres y la impotente incomprensión de los médicos de todo el hospital. Después de casi dos semanas ingresada, mi amiga tuvo la alucinación más fuerte de todas.

Durante varios agónicos minutos, los médicos tuvieron que sujetarla a la cama de tan fuera de sí como estaba. Pero ella, con la mirada perdida, mirando a su alrededor sin ver más que lo que el delirio le mostraba, solo repetía, una y otra vez:

—¡Naya! ¡Viene a por mí! ¡Naya!

Nadie sabía lo que podían significar aquellas palabras. Ni siquiera yo. Solo sabíamos que, en todas las alucinaciones que Ana había tenido en aquellos días, siempre aparecía ese nombre.

Naya.

Tras este último episodio, Ana se sumió en un estado de inconsciencia del que no volvió a despertar.

Los pitidos intermitentes del aparato que medía sus pulsaciones se convirtieron en un sonido agudo y constante, mientras en la pantalla se dibujaba una línea recta que ya no oscilaba formando picos al ritmo de los latidos del corazón de Ana.

Porque su corazón ya no latía.

***

A pesar de que la esperanza se había ido apagando con el paso del tiempo y de que los pasados días había estado intentando hacerme a la idea de que podría ocurrir lo peor, todavía quedaba una pequeña chispa de optimismo en mi interior que se negaba a apagarse. Sin embargo, esta se extinguió de golpe en cuanto los médicos nos confirmaron la fatídica noticia.

Aquel momento está borroso en mi memoria.

No sé si me derrumbé allí mismo o si me quedé tan paralizada que no pude ni moverme ante lo irreal que se me hacía el hecho de que ya no iba a volver a ver a mi mejor amiga. Sabía que era algo que podía ocurrir si no funcionaban los tratamientos que le daban en el hospital, pero nunca había pensado realmente que fuera a pasar. Que se fuera a marchar para no volver.

El funeral fue el momento más duro de aquel verano. ¿Cómo le dices adiós a alguien que no debería haberse ido todavía? Tal vez, no llegas a hacerlo y simplemente te limitas a aceptar la injusticia irreparable del destino. O, como me ocurrió a mí durante un tiempo, te niegas a admitir que esa persona no va a regresar, y todavía esperas escuchar su risa una vez más.

***

Me pasé todos los días siguientes llorando, recuperando viejas fotografías de los álbumes que había en las casas de nuestros abuelos o que tenía guardadas en el ordenador portátil y en el móvil, sin ser capaz de hacerme a la idea de que no iba a haber más fotos. Ni más paseos a caballo. Ni más aventuras.

Tras varios días casi sin salir de mi habitación, sin fuerzas ni motivación para levantarme de la cama, ya no era capaz de llorar más. Debía haberme quedado sin lágrimas.

O, tal vez, otra emoción se había impuesto sobre la tristeza y el dolor.

Fue entonces cuando empecé a documentarme sobre cobras gigantes o serpientes más grandes de lo normal, dispuesta a averiguar qué era lo que había pasado exactamente. Necesitaba averiguar qué clase de criatura se había llevado a mi amiga. Pero, sobre todo, tenía que averiguar quién era Naya y qué significaba ese nombre que Ana había repetido una y otra vez durante las terribles alucinaciones.

Sin embargo, a pesar de mis incansables esfuerzos, no encontré ninguna fuente fiable de información que me aportase algún dato o experiencia sobre serpientes venenosas que midieran siete metros. Lo que sí descubrí fue una leyenda que encajaba a la perfección con la cobra que había visto en el bosque.

Debía de ser muy antigua, ya que el libro en el que la encontré estaba en uno de los estantes más al fondo de la biblioteca, cubierto de polvo y con las páginas amarillentas por el desuso y la humedad. Resultaba más que evidente que nadie lo había abierto en mucho, mucho tiempo. Leyendas locales, era el título que destacaba en letras doradas sobre la cubierta de color rojo escarlata.

Revisé todas y cada una de las páginas hasta que me topé con la leyenda que podría darle un sentido a lo que le había ocurrido a Ana. Mientras leía aquellas hojas viejas y desgastadas, noté cómo los ojos se me volvían a anegar en lágrimas al recordar a la que siempre será mi mejor amiga. Al menos, ahora todo comenzaba a cobrar sentido.

La historia contaba que en los acantilados de la zona habitaba Naya, la reina de todas las serpientes. Según leí, se trataba de una criatura a la que no le gustaba ser vista; que quería seguir siendo un mito, inexistente en la realidad de los humanos. Es por este motivo por lo que cualquiera que se acercara a sus dominios, cualquiera que encontrase la verdad detrás de la leyenda, hallaba la muerte a los pocos días.

El relato no daba detalles acerca de cómo perecían aquellas personas, pero tuve la sensación de que todos los casos de gente que había aparecido sin vida en la playa cercana, con una expresión de terror grabada en el rostro... Tenía que haber sido cosa de Naya.

Empezaba a comprender todo lo que ocurría en «El Territorio de las Almas Perdidas»; sin embargo, había algo que seguía sin entender.

Estaba segura de que Ana no se había acercado a los acantilados en el tiempo que habíamos pasado juntas en el pueblo, pero ¿y si lo hubiese hecho en la semana que había estado ella sola, antes de que yo llegase? Aunque, de ser así, ¿por qué no me había dicho nada al respecto?

Solo había una forma de averiguarlo.

Ahora que tenía la verdad tan cerca, no podía quedarme de brazos cruzados. Tenía que llegar hasta el fondo de este asunto, sin importar qué consecuencias pudiese traer consigo desentrañar aquel misterio. Y solo había una manera de hacerlo: tenía que encontrar a Naya para conseguir las respuestas que buscaba.

El Territorio de las Almas PerdidasWhere stories live. Discover now