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(Adrien)

Se siente raro el día. No se si es porque la ausencia de Diana en la noche seguirá aquí como hace ya cuatro días, porque en cuestión de minutos me inyectarán la primera dosis del proyecto, o porque la muerte puede estar susurrándome en el oído.

Mi abuelo aparece en el umbral de la puerta interrumpiendo mis vistas y pensamientos sobre la ventana de mi habitación. Se acerca y me apoya el brazo sobre mi espalda.


-Ella vendrá, no te preocupes.


-Me preocupa más que llegue tarde. -larga un suspiro luego de darme una pequeña golpiza en la nuca.


-No digas idioteces o la perderás.


Iba a decir algo más, pero la enfermera junto a los tres médicos encargados del proyecto entraron en la habitación interrumpiéndonos. La enfermera lleva en sus manos una bandeja plateada con una jeringa y algodón.


-Es hora. -habla el médico del medio.


Me recuesto sobre mi cama. La enfermera me acomoda el brazo a su beneficio para colocar la inyección.


-Como te hemos dicho anteriormente, Adrien, algunas de las reacciones que puedes presentar son: mareos, sueño, vómitos, entre algunos más. Incluso puedes estar inconsciente por algunas horas.


Asiento.


-Dicho lo siguiente, ya podemos proceder, enfermera.


Un leve pinchazo fue necesario para que el interior de la jeringa sea introducido en mí. En mi cuerpo. En mi sangre. Se siente normal. Nada fuera de otro mundo. Mi abuelo toma asiento en uno de los sillones que le trajeron, me observa atento y con curiosidad al igual que el resto de los presentes.


-Tal vez el efecto tarda en actuar unos minutos. Cualquier anomalía, no tarden en avisar. Estaremos viniendo a revisarte cada media hora, y si todo marcha bien, pasaremos cada una hora.


Asentí una vez más. Mi cuerpo me pide que me acomode mejor sobre la cama. Los médicos se retiraron en cuestión de unos minutos. Al sentir los ojos pesados, me alteré un poco, pero recordé sobre el efecto de sueño que podría surgir. Sin dudas está haciéndolo.

Poco a poco me sumerjo en un sueño pesado. Mi vista se vuelve oscura, vacía. Pero una brisa de aire primaveral me envuelve. Ese aroma me resulta tan familiar que no logro entender cómo es posible. Mi oído se centra en las risas de niños pequeños como si estuviesen jugando entre ellos. Al abrir los ojos, me percato de que me encuentro al aire libre. Algo oscuro va y viene sobre mi rostro. Las hojas de un enorme árbol me hacen sombra sobre el rostro. Mi espalda siente algo duro por detrás, debe ser el tronco. Mientras me percato donde estoy, noto que estoy sentado bajo un árbol, y que a mi izquierda hay un parque de niños. Algunos juegan y otros comen algodón de azúcar que vende un señor de por ahí.

Me pongo de pie dirigiéndome a la banqueta roja frente al parque. Diría que es un parque común y corriente como cualquier otro, pero pasa que no lo es. En este lugar solía venir con mi padre cuando se burlaban de mí en el colegio. Él dejaba que yo jugara libremente en aquellos barrotes verdes del pasamano, y cuando menos lo esperaba, aparecía en este mismo banco rojo con un algodón de azúcar enorme en su mano. Era todo para mí, únicamente para mí. Su tiempo y el algodón de azúcar rosado.

Las Estrellas Como TestigosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora