Aprendiendo a perder I

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Esa mañana fue igual que todas, el desayuno, la charla con los papás, la espera del autobús para la escuela. La rutina dictaba que ese día, Casandra no aparecería frente a él hasta el receso, su grupo tenía prácticas de educación física en el estadio a 20 minutos de la preparatoria. 

Matías gustaba de contar los pasos que le tomaban desde la parada del autobús, la cuenta estaba entre cuatrocientos y quinientos veinte, dependiendo de su estado de ánimo. Trescientos cinco si es que su amor llegaba a primera hora junto con sus amigas. Su mente divagaba en los diferentes escenarios en los que se le declaraba a una Casandra cabizbaja, sonrojada y con los ojos llenos de abrazos y besos contenidos. Eran películas que en su mente se reproducían una y otra vez, la llama del romance iluminaba cada aspecto de su juventud. 

 Su vida giraba entorno a ese amor imposible. Desayunaba, comía y cenaba desesperanza. Y no es que Casandra fuese inalcanzable, la conocía desde primaria. A los siete recuerda haberla visto en el patio de recreo, con un lindo vestido rojo y unas coletas que bailaban al viento mientras ella corría alrededor. Ahí algo en él se rompió, sabía que sería un esclavo sin refugio, un alma atormentada por la distancia y la indiferencia. A pesar de su corta edad se reconoció como un seguidor de esa bella imagen y lo hizo en silencio durante toda la primaria y secundaria. Y es que no le faltaba valor, ni que ella fuera indiferente o grosera, habían cruzado palabras varias veces, y sus casas estaban en el mismo barrio, tenían amigos en común y ambos disfrutaban de correr por las tardes en el parque. Era el corazón de Matías lo que le hacía frenarse. Se sentía satisfecho de sentirla cerca, de verla a la distancia, de sonreír cuando ella sonreía. Algo frenaba su deseo, como cuando fueron responsables de limpiar el laboratorio de química juntos en el primer semestre de prepa, charlaron sobre los amigos que habían dejado en el camino. Con el corazón en un puño, veía la forma tan delicada en que Casandra barría por todo el salón, y en un momento, cruzaron miradas. Con la vista se saludaron, él sonrió. Justo cuando iba a dar un paso hacia el frente la voz de su amada lo detuvo:

— ¡Ya terminamos! Michelle me espera, te veo mañana en clase. 

Derrotado, contestó automáticamente con un ademán y una mueca obligada. Y así han sido sus intentos fallidos, escuetos, incompletos, tardíos. Uno sabe que en el amor el tiempo es clave, para avivar la llama o para dejar que se extinga. Matías sabía que estaba en el mejor momento para decirle lo que sentía. Era su último año de preparatoria, a punto de ir a destinos separados. Ya no podía seguirla, no podía continuar con su platónico destino. Casandra buscaba una beca en el extranjero, quería ser ingeniera bioquímica como su mamá. Él nunca había pensado en su futuro hasta ayer, que su padre le llevó cuatro folletos distintos de universidades. Tenía meses para tomar una decisión que le marcaría de por vida. No se sentía listo porque no le interesaba nada más que no fuera su amor por Casandra. Y no es que no tuviera aficiones. Junto con su amigo Jiroun desarrollaron un gusto por el atletismo y por la música. Su papá le había heredado su vieja tornamesa y disfrutaban escuchando los vinilos más representativos del rock y pop de los 70's y 80's.  Disfrutaban de escuchar una y otra vez éxitos que cambiaron la vida de millones. Si algo iba a estudiar, sería la historia de la música. Musicólogo, sonaba bien para él pero no para el Contador que era su padre, que lógicamente buscaba mantener la dinastía que inauguró su abuelo. "Debes ser la cuarta generación, ese es tu destino". Era la frase con la que su papá gustaba de terminar las comidas. 

Destino, esa palabra estaba muy gastada por la mente de Matías. No sabía cuál era su destino, no sabía si Casandra era su destino de amor, si la música su destino de vida o si sufrir en silencio el destino de su corazón. De cualquier forma estaba resignado a perder. Perder al amor de su corta vida, a que su papá lo meta a una carrera que odia y no le interesa y a que no encuentre a nadie con quién compartir su dolor. Jiroun era un gran amigo, del que conoces todo y no tienen secretos. Estaba al tanto del amor imposible desde que se conocieron en secundaria, pero sabía que por más que le contara, y que él lo apoyara, no debía dejarle la carga de su estado de ánimo a su amigo. Ponía límites tratando de no abrumarlo, y que sus momentos juntos fueran para disfrutar de lo que hacen, de lo que viven. A veces se sentía viejo, cansado, como si fuera la segunda o tercer vida que vivía. Cuando dormía, escuchaba voces que lo llamaban por otros nombres, que le pedían que regresara de donde partió, hace mucho. Despertaba desolado, triste.

 Esa tristeza no pasaba desapercibida por sus papás. Tenía dos hermanos, mucho más grandes que él. Fue el último tesoro de una familia que no esperaba volver a cambiar pañales. Un Contador y una Arquitecta conocieron nuevamente el amor cuando el nació hace 17 años. Sus hermanos ya tenían doce y quince. El embarazo de su madre fue de alto riesgo, a los 43 años.  Y aunque esa palabra lo tiene harto, fue el destino el que quiso que naciera a pesar de todo. Creció y se convirtió en el orgullo de una familia que no esperaba su llegada. Su madre se encargó de que nunca le faltara amor y cariño, su padre comida y disciplina. Cuando lo veían triste, lo llevaban a la vieja tienda de música donde ambos se conocieron, para buscar más vinilos que ampliaran su colección. Se sentaban todos en la sala a escucharlo, para después platicar lo que les había gustado o no del disco. Esta tradición llenaba a Matías de gusto. Amaba a su familia, a sus amigos, a Casandra. Estaba feliz de existir.

Esa mañana había contado cuatrocientos trece pasos. Sintió el sol en su rostro y ese calor lo llenó de vida, irónico. Ese fue el momento en que un dolor descomunal en el lado izquierdo de su cabeza le hizo caer. Desmayado su cuerpo quedó en la entrada de la preparatoria, los testigos de su caída se abalanzaron rápidamente en su ayuda. Tembloroso, con la mirada perdida, sangraba de uno de sus oídos y dejaba de escuchar los gritos y sollozos a su alrededor, un frío se apoderó de sus manos y subía lentamente.  

Despertó en un cuarto oscuro, donde una pequeña luz al fondo se alcanzaba a distinguir. Se sintió descalzo, el frío del piso le recordó lo que había pasado. Corrió hacia la luz, desesperado, de su garganta no salía ninguna voz. Era una ventana grande, bien iluminada. Entre más se acercaba, sus ojos se acostumbraban a la luz brillante, casi cegadora. En un movimiento se posó sobre el borde de la ventana y en un pestañeo vio algo que lo horrorizó: estaba postrado en la cama de un hospital. 

Vio su cuerpo pálido, maltrecho. Trataba de gritar y llorar pero nada salía de su cuerpo. Golpeó cientos de veces la ventana, desolado, furioso. Era un día cualquiera, tenía que entrar a clases. Vio a su mamá al pie de su cama llorando, su papá a un costado. Lágrimas por todos lados. Una doctora con mirada seria hablaba, ellos escuchaban atentamente. Quería escuchar, necesitaba escuchar. De pronto, el cristal de la ventana parecía una cortina de agua, intentó tocarla, no sentía nada pero podía atravesarla. Poco a poco introdujo su brazo, su torso, su cara. Estaba justo frente a todos, en la ventana que iluminaba la habitación, pero nadie lo veía. Intentó meterse por completo pero algo lo jaló, sintió unas manos sujetando sus piernas. 

— Esto es suficiente para que escuches, ya no perteneces aquí. - La oscura voz resonó por todos lados y asustó a Matías, que la buscó a todos lados sin encontrar la fuente. 

Nuevamente intentó gritar pero no pudo. Hizo todos los ademanes y gestos posibles pero era como si no existiese. Había una pausa larga en la plática de la doctora, solo el sonido de los respiradores y los aparatos que lo mantenían con vida sonaban como marcha fúnebre. 

— Sabemos que no tiene muerte cerebral, pero debemos operar lo más rápido posible, tengo un quirófano preparado para él dentro de dos horas. Es nuestra mejor opción. - Su madre se levantó de inmediato a abrazar a su esposo. Los dos lloraban inconsolables. — Lo que sea para salvarlo, haga lo que sea.- Su papá espetó esas palabras con un dolor que Matías no pudo más que intentar gritar tan fuerte como nunca en su vida. 

— Eso es todo lo que necesitas saber, deber regresar.- De nuevo la voz lo abrumó y las manos que lo sujetaban lo jalan de nuevo hacia el cuarto oscuro. Trata de zafarse sin éxito, pataleando y torciéndose de mil maneras pero no tiene la fuerza suficiente.

— ¡Basta! - De repente siente un gran peso sobre su cuerpo que lo mantiene en el suelo inmóvil. Trata de llorar y de gritar y de nuevo, no puede hacerlo. 

— Este es, aunque no lo creas, tu día de suerte. ¿Te gustaría hablar un poco?.- De la oscuridad se forma una silueta, de la que solamente se pueden apreciar un par de ojos. Asustado, Matías intenta nuevamente gritar, pero ahora siente que su voz poco a poco regresa, unos pequeños gruñidos y unas débiles lágrimas salen, se siente de nuevo con algo de fuerza. Las manos que lo rodean comienzan a ceder, pero no puede ponerse en pie. 

— Vamos, levántate, que no pienso hablar si vas a estar ahí tirado. Ten un poco de respeto hacia mí.- Una fuerza lo hace levantarse, y aunque débil, logra mantenerse. — Vamos a lo obvio, y eso es que estás y no estás muerto. ¿Confuso, no? Lo segundo es que tienes opciones y lo tercero es que Casandra ya sabe que estás en el hospital y decidió no venir, ¿Cómo te hace sentir eso, pequeña máquina de amor no correspondido? 

Otra vidaWhere stories live. Discover now