Y tenía que mantenerlo a salvo, en la cama y descansando, con un montón de agua para que no se deshidratara. Podría marearse y perder el equilibrio de un momento a otro.

—Por supuesto que no. —Determinó, a punto de arrastrarlo hasta la cama de nuevo. Podía apreciar un ápice de confusión en aquellos ojos de miel, más suaves que los de días atrás, más decididos que nunca.

—No me digas qué hacer. —Gruñó el chico, apartando el tacto de su hombro. Frunció el ceño, más bajo y visiblemente pequeño que él.

Lo esquivó y siguió su camino, dejando una estela de tensión bajo sus pies con calcetines navideños. No dejó de sentir su presencia a la espalda, la seguridad de que no iba a pasar nada, hiciera lo que hiciera. Todo el mundo merecía un perdón, ¿cierto?  Tal vez llegara el día en que pudiera perdonarse a sí mismo, también.

Cuando abrió la puerta de la cocina y encendió la luz, se quedó quieto bajo el umbral. Aquellos ojos tristes no parecían rabiosos, estaban surcados de lágrimas que hacía no demasiado que se habían derramado. Hacía años que Wakasa Imaushi había dejado de ser el legendario Leopardo Blanco, para convertirse en un hombre atado en el suelo de la esquina de la cocina de unos desconocidos, cubierto de cicatrices.

Tragó saliva, viendo los labios resecos y cortados, las manos atadas con cinta americana a la espalda. La postura debía de doler, miró a Kakucho como si buscara alguna clase de aprobación —que nunca le daría, era consciente—, pero el mayor no supo adivinar qué era lo que pretendía. Por eso, Kazutora aprovechó la confusión para tantear la navaja de uno de sus bolsillos.

—No te acerques, escoria. —Escupió Wakasa, girando levemente el rostro.

Reconocía la forma de su cuerpo esbelto y hambriento. A fin de cuentas, lo había visto colgado en el almacén abandonado, cuando Sanzu le llevó al lugar por primera vez. Siempre se había mantenido distanciado del hombre que colgaba de las cadenas del techo, suspendido a más de cinco metros del suelo.

Había escuchado sus gritos a lo lejos cuando su compañero lo dejaba caer desde la altura, las veces que lograba despertar de los estados de inconsciencia a los que le habían sumido con drogas y torturas. La ropa hecha jirones, las muñecas llenas de sangrientas laceraciones hasta que el hueso se volvía visible entre la masa carnosa, por las rozaduras de grilletes y cuerdas de esparto. Todo había sucedido durante el primer mes que estuvo en Bonten, cerca de septiembre.

Se arrodilló en el suelo, dubitativo, observando las quemaduras que bajaban por su cuello. La camisa abierta dejaba ver la piel arrugada y de un color antinatural.

—¡¡No me mires así!! —Chilló el mayor, echándose hacia atrás como un animal acorralado. Tenía las pupilas dilatadas, alternaba la vista con miedo hacia Kakucho. Estaba rememorando todo al sentirse acorralado. —¡Joder! —Se revolvió, haciendo el amago de echarse hacia delante y arrancarle un globo ocular con los dientes. —... te voy a matar...

Gasolina por todo el suelo, y un desconocido de cabello blanco y deshilachado tirado en ella, intentando levantarse en vano; sangrante y con una puñalada en la pierna, la visión perdida por la falta de vitaminas y alimento, desmayándose sin poder arrastrarse un centímetro más. Sólo podría haber sido Wakasa.

«Todo aquel que no encaje en Bonten debe ser eliminado». Fue Kazutora quien dejó caer la cerilla. Quizá luego había hecho rebotar a Sanzu en su polla, en los asientos traseros del Maserati de Kokonoi, que se había enfadado demasiado por cómo dejaron su coche.

Si pudiera volver atrás, sería capaz de hacer exactamente lo mismo para llegar al punto en el que se encontraba en aquel instante. Quizá por ello no podía evitar sentirse vacío, completamente despojado de humanidad y sentido. ¿Por qué? ¿Por qué había dejado caer la cerilla? Parecía una venganza, el karma le estaba siendo devuelto y todo lo malo que había hecho le estallaría en la cara algún día. Kazutora sólo había querido ser feliz. Y había acabado convirtiéndose en gasolina, incendiando todo lo que pudo llegar a alcanzar.

Treasure || KazuFuyuWhere stories live. Discover now