Si matar a los dioses acaba con el sufrimiento de los mortales, ¿realmente el panteón es bueno?

-Hay otra manera de hacer las cosas -repite, sereno. Aferra su espada ceremonial, que lo ha acompañado durante tanto tiempo.

Song Lan frunce el ceño y en su rostro se pinta la decepción que Xiao Xingchen ya no puede ver, con las cuencas vacías tras la venda color blanco.

-¡Sea, pues! ¡Encuéntrala! ¡Entrégate a los dioses en los que no crees! ¡Pero no vuelvas nunca aquí! ¡Este no es tu destino! -Hay una pausa en la que Xiao Xingchen está a punto de decir «bien», porque entiende la furia y la traición a la que ha sometido a Song Lan, entiende los problemas en los que lo sepultó cuando lo llevó al templo de los Chang a ver los cadáveres y sugerirle que investigaran que había pasado porque «los dioses no pueden ser tan crueles, Zichen, esto puede ser obra humana». Está a punto de claudicar, al menos en una parte, cuando Song Lan da la última estocada-. No vuelvas nunca a donde pueda verte, Xiao Xingchen. ¿Quieres ofrendarte a los dioses? ¿Rogarles que no me lleven a mí? ¡Sea! ¡Pero no pases por donde mis ojos puedan verte!

Una simple lágrima color carmesí corre por la mejilla de Xiao Xingchen.

***

La ceremonia, finalmente, se lleva a cabo en soledad. Los sacerdotes no se atreven a modificar más el ritual. Sólo le dan las ropas blancas y lo llevan hasta los baños, donde la piel de Xiao Xingchen queda reluciente. Pero él ya no puede verla y ha de acostumbrarse a la oscuridad perpetua. No ve ni siquiera el blanco del hanfu ceremonial, con las orillas bordadas con cuidado; tan sólo siente la delicada tela de cada prenda.

Cuando alguien levanta su espada, escucha el sonido del acero y su mano se apresura a buscarla.

-No -dice.

-No puede tener...

-No -replica, con la voz más peligrosa. Peleará por su espada si es necesario. Shuangua lo acompañará allí a donde vaya.

-Déjalo -dice alguien.

Y Xiao Xingchen ajusta la espada ceremonial al cinto y deja que lo conduzcan hasta la sala principal del templo.

-Buena suerte -musita alguien. O un coro de voces. Pero Xiao Xingchen no les pone atención, porque sus sentidos están puestos en otra parte. Su oído pone atención al rumor de sus pies en el suelo y al choque entre las telas-. Buena suerte -es un mantra que apenas si escucha.

Se arrodilla frente a los altares, dejando su espada al frente. Suspira.

Pega la frente al suelo y suplica.

«Respeta el cambio de destino. No te lleves a Song Zichen. No a él. Pagaré cualquier precio. Lo que sea necesario ofrendar...».

Nadie sabe realmente qué ocurre con las ofrendas. Dicen que hay dioses, como Jin Guangshan, patrón del templo Jinlintai, que exigen mujeres hermosas como ofrendas, para bendecirlas con la vida y abandonarlas a su suerte más tarde. Hay otros, como el infame Yiling Lazou, Patrono de los Fantasmas, cuyo templo era una construcción en desgracia en los túmulos funerarios, exigía el alma, para crear soldados que pudieran atacar otros templos. Pero ese dios desapareció hace tiempo y nadie sabe qué fue de él. Sobre quien haya reclamado a Song Lan como ofrenda, Xiao Xingchen no sabe nada. Podría ser cualquiera. Podría ser cualquier cosa.

Y entonces la voz suena.

En todas partes y en ninguna. No viene de ningún cuerpo, sino del viento, de todas partes.

-¿Quieres salvar a Song Zichen de su destino? ¿Quieres salvarte tú...? -El Dios se ríe-. Tendrás una buena vida, Daozhang.

Y otra mano aferra su mano.

Daozhang [XueXiao]Opowieści tętniące życiem. Odkryj je teraz