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Contrario a lo que podía llegar a concebirse sobre él de primera mano, Bastian no sabía muchas cosas. Entre ellas estaban: no saber deshacerse de los fanfarrones que se arrimaban a él debido a la lujosa apariencia que se veía forzado a adoptar; sostener una relación por más de un par de semanas sin meter la pata hasta el fondo y, por supuesto, sincerarse con sus padres respecto a la «calidad» de vida que su carrera como saxofonista le proporcionaba a nivel personal.

Pero si existía algo que ni siquiera él mismo podía negar que supiera era el hecho de que Ashanti poseía un magnetismo propio de otra galaxia.

El día que la conoció, había sido uno de los peores de su existencia. Justo cuando había conseguido que lo despidiesen de su empleo de medio tiempo como docente de música por básicamente acudir a él cuando no le provocaba quedarse encerrado en su departamento a jugar con su Border Collie y contemplar el mundo deshacerse desde su balcón —que, en resumidas cuentas, eran todos los días—, sus progenitores, como los héroes sin capa —ni auténtico heroísmo— que eran, le buscaron una plaza en el conservatorio al que él había deseado asistir en su época pueril. ¿Qué era lo malo de esto? Pues que si ya era tortuoso fingir que le satisfacía ayudar al crecimiento musical de un puñado de niños, asistir a un grupo de preadolescentes con una trayectoria más que encauzada y potenciales que sobrepasaban el talento estándar le sentaba como un martilleo en las costillas; avivando esa ineludible envidia que sentía por ellos, avivando esa ineludible envidia que sentía por ellos, porque aún fuesen jóvenes sin preocupaciones ni pretensiones de ser quienes no eran. Le carcomía los adentros como ni dedicarse a tocar el saxofón por «persuasión» de sus padres, cuando lo único que había querido era tenerlo como hobby, lo había logrado o lograría jamás.

De resto solo le quedaba pretender que esa portada de saxofonista exitoso que ostentaba y ese fideicomiso que estos le seguían extendiendo, lo llenaba, pero todo aquel que vive bajo la sombrilla de las expectativas parentales —y sociales—, sabe lo agotador que se vuelve la tarea de vivir en sí.

Sin embargo, algo ocurrió cuando se presentó en el Bistro Brigitte aquel veintiséis de agosto. Como se había vuelto rutina desde que comer ojeando las banalidades mediáticas dejó de ser una opción para él, Bastian esperó encontrarse a Macarena para continuar persuadiéndola de que aceptase tener una cita con él —lo cierto era que, si bien ponía empeño en ello, tampoco le deprimiría demasiado si lo mandaba a volar—, no fue así. En su lugar, lo atendió una morena que respondía al nombre de Ashanti y, si dicho adjetivo no iba ligado a uno como «despampanante», era pura y exclusivamente a que la RAE no se la había topado jamás, porque para él fue como si hubiese nacido con dicha palabra bordada en la frente.

De complexión espigada, estatura propia de basquetbolista y atributos que se disputaban unos con otros el puesto de «El más atractivo», Ashanti se manejaba con una vivacidad encomiable en un oficio tan fatigante como desidioso. Contrastando con muchos de sus compañeros luego de unas buenas horas de jornada, se conservaba fresca, animada; siempre que alguien solicitaba su comparecencia, ya fuese por algo tan sencillo como un cambio de cubiertos o limpiar géiseres de vómitos que criaturillas poco habituadas a la sofisticación de aquellos platillos, en su mayoría europeos, le obsequiaban, lo hacía sin rechistar, sin exhibir el menor atisbo de exasperación.

Notar que esta se había comenzado a fijar en él más de lo esperado, le hinchaba el pecho con entusiasmo, haciéndole sentir menos sonso ante el hecho de que el acto era mutuo por fin. Y no era de extrañar que sus mejores pintas, esas que solía portar durante noches de espectáculo abiertas en los bares más consagrados del país, hubiese empezado a reservarlas para aquellas ocasiones.

Si bien le encantaba verla tan exultante, atestiguar su trasfondo más vulnerable se había vuelto uno de sus pasatiempos predilectos. Ashanti no quería tener que mezclarse con él más allá de lo estrictamente necesario, era evidente, y eso era lo que la llevaba a encerrarse en sí misma, a mostrarse evasiva, hermética; a desviar la mirada cuando sentía la de él anclada en sus facciones cuando le tocaba servirle o cuando ambas colisionaban entre la multitud; como quien se mantiene lejos de alguien porque no tiene alternativa cuando sus poros revelan que en su interior permea porque ocurra lo contrario.

Le resultaba tierno que su fachada se disolviese con él, como si la inmunizase, pues la primera impresión que se había fabricado sobre ella es que era un alma libre enemistada con las ataduras y las presiones —como muchas otras que había conocido—. En parte, era la razón por la que no se atrevía a abordarla; temía que, si llegaban a algo, él se encariñase en el momento exacto en el que ella desease zanjar con todo. No creía poder reponerse de algo así. No de nuevo.

Antes de conocerla, alimentar a su mascota y observar la ciudad a través de la lente de la cámara de su móvil eran las únicas causas por las que se obligaba a abandonar su cama. Viendo en primera plana su rutilante sonrisa blanca contrastando con tanta finura con su piel cacao y esa burbujeante personalidad que, con la atención adecuada, podía apreciarse batallando por erosionar en un perfecto volcán en sus orbes avellanados, no había que ser psíquico para percibir que Ashanti se había convertido en la artífice de que desalojara su hogar sin que le supusiese un esfuerzo tan vasto.

Un día, Bastian se envalentonó para pedirle los dígitos y, como nunca había sido su fuerte abalanzarse en sus objetivos sin preparar primero lo que quería decir, le escribió una especie de poema. Cuando esa vocecilla alojada en su cabeza le hizo ver que era un zopenco por creer que en pleno siglo XXI conquistaría a una mujer así, lo desechó, recolocando sus «esperanzas» en Macarena y limitándose a dirigirle la palabra a Ashanti a menos que la situación así lo reclamase. 

Estigmas del corazón © [COMPLETA]Where stories live. Discover now