Enemigos mortales

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En la bella ciudad de Verona, aquella mañana, cuatro aceros se cruzaban bajo el sol. El sonido de los mandobles retumbaba en el laberinto de calles, vacías aún a esa hora temprana. Un odio antiguo y seco era la única explicación de aquella pelea. La enemistad entre los Montesco y los Capuleto, las familias más poderosas de la ciudad, se remontaba a tiempos lejanos. Hasta los criados más viejos de las dos casas se peleaban cada vez que se encontraban. Y allí estaban, esa mañana, dos criados de los Montesco y dos de los Capuleto, batiéndose por el honor de sus amos.

Las ventanas comenzaron a abrirse y los vecinos salieron a la calle. Estaban hartos ya, muchos de ellos, de aquellas batallas callejeras.

Benvolio, sobrino de Montesco, irrumpió gritando en la pequeña plaza.

-¡Necios! -vociferó, desenvainando la espada -. ¡Deténgansen! ¿Cuál es para ustedes el sentido de este combate?

Benvolio trataba de separar los aceros, cuando apareció en escena Tibaldo, sobrino de la señora Capuleto.

-Pero, ¿qué es esto? -se dirigió a Benvolio-. ¿Luchas contra unas gacelas? ¡En guardia, Benvolio! ¡Llegó tu hora!

-Sólo trato de poner paz -Dijo Benvolio -. Guarda tu espada o ayúdame a separar estos hombres.

-¡Paz! -Replicó Tibaldo -. ¿Quién habla de paz con la espada en la mano? Odio esa palabra y odio a los Montesco ¡En guardia! 

El combate era inevitable. Pero los vecinos estrecharon el cerco sobre los espadachines. Tenían palos y picas en las manos. 

-¡Duro con ellos! -Gritó uno.

-¡ Mueran los Capuleto y los Montesco! - clamaba el pueblo.

Los viejos patriarcas de las dos familias, alertados por el ruido, venían ya corriendo por las calles.

-¡ Mi espada de combate! - Gritaba el viejo Capuleto.

- Mejor pide tu muleta, ¿ Para qué una espada? - le respondía su esposa.

-¡ Que nadie me detenga! -vociferaba el viejo Montesco.

- Pero si no puedes dar un paso... -replicaba su mujer.

De pronto, se hizo silencio: el príncipe Escaleus y sus séquito habían aparecido en la escena, montados en sus caballos.

- Enemigos de la paz -dijo el Príncipe -, resultan patéticos tratando de apagar el fuego de la furia con ríos de sangre que brotan de sus propias venas. Viejos Capuleto y Montesco: Si siguen probocando peleas en las calles, lo pagarán muy caro. Y a quién se quede aquí, ahora, lo condenaré a pena de muerte.

El Príncipe y su séquito hicieron girar sus cabalgaduras y, con gran ruído de cascos sobre la empendrada, se alejaron.

Todos comenzaron a dispersarse.

El viejo Montesco, su mujer y Benvolio tomaron el centro de la calle con paso demorado. 

-¿ Dónde esta Romeo, mi hijo? - le pregunto a su sobrino la señora Montesco-. Es una suerte que no haya participado de la pelea.

-En realidad, señora, no esta bien en estos días -contesto Benvolio.- Lo ví temrpano paseando por una arboleda al oeste de la ciudad y cuando notó mi presencia, corrió a esconderse.

-Sí, de día trababa la puerta y los postigos de su cuarto, y vive envuelto en una noche artificial. A veces lo oigo sollozar. Si supiéramos de dónde nace su tristeza, podríamos ayudarlo - dijo el viejo Montesco.

Los tres caminaban rumbo al palacio de los Montesco, bajo los arcos y balcones de Verona, que ensombrecían las estrechas y sinuosas calles.

-Ahí viene Romeo -anunció Benvolio -. Quizá, si nos dejan a solas, yo pueda averiguar qué es lo que oscurece su corazón.

Los Montesco estubieron de acuerdo y apuraron el paso, para doblar en la primera esquina.

- ¡Benvolio! -se asombró Romeo al encontrarse cara a cara con su primo-. Pero, ¿esos que van allá no son mis padres?.

- Sí, tenían apuro y dejaron sus saludos. Estan preocupados, primo, por el aislamiento en el que te encuentras.

Romeo suspiró. 

-¿Enamorado? - preguntó Benvolio.

-Privado...

-¿Del amor?

-Del favor de la que amo.

-¿ Y quién es, si se puede saber? 

-Pídele a un enfermo que haga testamento: sería un ruego tan inoportuno como preguntarme a mi ese nombre.

- Debe de ser bella...

-Muy bella. Pero ha jurado no amar nunca.

-Quebrará su juramento una flecha tuya, bien dirigída.

-La flechas del amor nunca podrán alcanzarla. Ese es mi dolor.

-¿ Te puedo dar un consejo? Dales libertad a tus ojos para mirar a otras bellezas.

-Sería como leer un poema. Cualquiér belleza no haría más que recordármela.

Mientras, en la casa de los Capuleto, el conde Paris, un pariente del Príncipe, le aconsejaba al viejo jefe de la familia que hiciera, de una vez por toda, las pases con los Montesco.

-Creo que Montesco, igual que yo, está atado a un antiguo rencor. Pero a esta altura de nuestros años ya podríamos vivir en armonía -respondió Capuleto.

-Señor -lo interrumpió entonces Paris -, me debe aún la respuesta de una proposición que le he hecho. 

-Sólo repetiré lo que ya dije: Mi hija Julieta tiene apenas catorce años. Sería bueno esperar aunque sea dos años para casarla.

-Sin embargo, otras, aún mas jovenes que ellas, ya son madres. Y felices.

-También pierden, precoces, su frescura. Pero, sea ; si tu deseo es noble, te permito que la cortejes y ganes su corazón. Tienes una oportunidad esta noche, en la fiesta que doy.

Montesco despidió a Paris y le ordenó a un criado que confirmara los invitados de la fiesta.

-Toma esta lista y recorre con ella la hermosa Verona -le indicó.

Desafortunadamente, olvidó, o lo ignoraba, que ese criado no sabía leer. El sirviente salió a buscar a alguien que interpretara los signos que parecían bailar ante sus ojos. En la calle se topó con los primos Montesco. Caminando despacio, iban hablando aún del amor y de sus penas. Romeo estaba más animado por las palabras de Benvolio. El criado de los Capuleto gritó: 

-Señor, ¿sabe leer?.

-Se leer mi futuro en mi actual miseria -contestó Romeo. Pero tomó el papel  y lo leyó en voz alta. Y así se enteraron los primos de la fiesta de los Capuleto, y de todos los que irían.

-Vayamos también -propuso Benvolio-. Ocultémosnos detrás de máscaras. Te mostraré tales bellezas, que tu amado cisne te parecerá un cuervo.

Esa noche, Julieta estuvo largo tiempo preparándose para la velada. Madre y nodriza miaraban a la joven mientras se probaba el vestido frente al espejo.

-Te veo tan grande -decia la nodriza -que no puedo dejar de emocionarme. Recuerdo, como si fuera ayer el día en que te destetamos. Me puse áloe en el pecho y, al probar el gusto amargo, te pusiste tan rabiosa... Pronto, tal vez, te veré casada.

-Casada -repitió la madre-. De eso quería hablarte Julieta. Díme ¿Qué piensas? ¿No deseas casarte?

-Ese es un honor que nunja imaginaré -respondió la joven.

-Deberías pensarlo -continuó la madre-. Aquí, en Verona, hay mujeres más jóvenes, damas destinguidas, que ya son madres. En mi caso. A tu edad, tú ya eras mi hija. Para abreviar: el conde Paris quiere tu mano.

-Es un hombre al que todas querrían -se entusiasmó la nodriza.

Las señora Capuleto la miró con un gesto cortante y le dijo a Julieta:

-Hoy estará en la fiesta. ¿Podrás amarlo?

-Lo miraré, si al mirarlo me lleva el amor -respondió Julieta. 

Romeo y JulietaWhere stories live. Discover now