1. Tormento

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Capítulo 1


Me asfixiaba.

Las paredes se acercaron, reduciendo el espacio, presionándome. Intenté moverme, pero fue inútil. Escuchaba, en la lejanía, su voz ahogada llamándome, rogando ayuda. No lograba respirar, menos responder. En medio de la opresora soledad, el sonido de mis huesos al quebrarse hizo que gritara aterrorizada mientras todo se oscurecía.

Ya no estaba en ese cuarto, me encontraba sobre una camilla de hospital, donde seres de bata blanca se aproximaban a paso lento. En sus manos sostenían bisturís con filos brillantes. Traté de incorporarme, pero las correas que me sostenían lo impidieron. Uno de ellos acarició mi cabeza con una mano y, con la otra, realizó incisiones sobre mi piel.

El resto me rodeó imitando sus movimientos. Entre sus cuerpos pude ver que quien me llamaba antes también estaba sufriendo la misma tortura.

Ya no me llamaba, no gritaba y tampoco respiraba.

Morirme, para seguir su camino, resultó la mejor elección.


El sudor me empapaba cuando desperté gritando, sabía que no sangraba, pero palpé mi cuerpo para ser consciente de la realidad. La casa estaba vacía salvo por el personal de limpieza y seguridad. Intenté ahogar mis gritos histéricos en la almohada, odiaba las pesadillas que me llenaban de rabia y miedo, que no me permitían tener una semana de paz.

Mi garganta ardía como si lava se deslizara por ella. Sin embargo, no me molestó, porque ese dolor fue el que me ayudó a concentrarme.

Por la ventana entraba la luz de la luna llenando la habitación de una luminosidad tenue. Temblaba de terror y frío, pero estaba demasiado alterada como para volver a acostarme. Arrastré la colcha de la cama, envolviéndome con ella, y me senté en la esquina de la habitación después de haber prendido las luces, lo que no hizo que la oscuridad de mi interior remitiera.

Odiaba ser débil, pero me cubrí la cabeza llorando de la única forma en la que conocía, con los dientes apretados y mordiendo la tela para evitar gritar.

Las imágenes que se superponían en mi mente solo lograban despertar esos sentimientos que tanto trabajo me había llevado aplacar. Aun así, había descubierto que permitir que el odio se adueñara de mí era un buen paliativo durante los ataques de pánico, concentrarse en ese atroz sentir en vez de en el dolor resultaba el mejor método.

La alarma sonó, logrando que saliera del estado de sopor en el que estaba sumida. Viendo que había amanecido, palmeé mis mejillas: era hora de aparentar normalidad. Me bañé como una autómata y vestí el uniforme del instituto. Mientras subía las medias de lana recordé la aversión que mi mejor amiga les expresaba, tenía razón al argumentar que no eran atractivas, pero a mi cuerpo le costaba más tiempo del necesario entrar en calor.

Demoré tratando de encontrar un cinto para la falda, que estaba empezando a quedarme demasiado ancha. El uniforme se arrugaba aquí y allá, donde faltaba cuerpo que lo rellenara.

Fue necesario consultar mi agenda para recordar en qué día me encontraba y lo que necesitaba llevar al instituto. Sonreí de lado al ver la portada donde mi amiga había escrito hasta el cansancio último año. Poco a poco el sol comenzaba a salir en mí. Con los años, me había acostumbrado a ganarle a la oscuridad, a no dejar que las pesadillas determinaran mis días.

Intenté desayunar en vano, el estómago se me encogió al ver la leche teñirse del color rojo de los cereales, parecía sangre. A mi alrededor, la imponente mansión se erigía como si fuera una cárcel llena de lujos y secretos, cada vez que estaba sola allí me agobiaba y un miedo ilógico a la soledad, que conocía a la perfección, se adueñaba de mí.

Detrás de los murosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora