Ahí mismo se habían librado batallas que habían constituido su mundo creado a base de magia y la misericordia de los dioses. Pero Lena estaba segura que todo su valor no se resumía al peso histórico que como ciudadanos de Thurstine les correspondía rendir tributo. La arquitectura del lugar era una completa pasada.

El lugar no era relativamente grande, había casas de estilo romano que se extendían por diversas cuadras a lo largo de la pequeña aldea, casas enormes, con ventanas arqueadas y murallas de granito. La plaza central de la ciudad estaba conformada por edificios Winnex, uno que otro monumento y algunos sitios de recreación para la población local. Y aunque cada calle, cada casa o edificio con sus innumerables detalles de arquitectura medieval resultaba inquietantemente hermoso y retratable, sin duda lo más emblemático era la parte trasera del pueblo; donde atravesando varios metros de un camino de tierra rodeado de árboles y abovedado por las copas de estos, había un gran panteón que estaba inspirado en la arquitectura griega, con sus columnas de granito, rodeado de casetas y una que otra choza. No había más que un bosque bien cuidado detrás de la cúpula de viviendas que eran reserva cultural y estaban allí para impulsar el turismo.

La aldea no tenía un número alto de habitantes, pese a que tenía una cantidad considerable de lugares residenciales, tal vez se debía a que era un lugar muy concurrido por turistas y eso podría llegar a ser agobiante para algunas personas. Algunas otras todavía permanecían allí, conviviendo unos con otros. La mayoría de casas y edificios vacíos se usaban como museos y era de conocimiento colectivo que la aldea era mayormente cuidada por las ninfas de montaña ―que habitaban en los límites del bosque― y algunos oradores del Consejo Winnex que trabajaban allí.

El lugar era visitado frecuentemente por distintos individuos que llegaban de cada esquina de la nación, porque admirar la parsimonia y pulcro cuidado con el que aquel lugar había sido construido, era algo que todos debían ver por lo menos una vez en la vida.

La primera vez que Lena visitó el templo se quedó maravillada. Las fotografías no les hacían justicia al panteón o a las casitas pintorescas y hogareñas que rendían culto a los dioses. Era la magia que se concentraba en la montaña, los árboles alrededor, con sus frutos y flores, la decoración y el cuidado que se le daba. Era el saber que justo ahí su amada tierra y su patriotismo había empezado a tomar forma.

El lugar deslumbraba por sí solo y una Lena que lo consideraba el lugar más bonito del mundo, se frustraba constantemente cuando no lograba reflejar toda su belleza en los veinte bocetos que había dibujado del lugar y que había desechado con rabia sintiéndose impotente.

Era de noche, la luna brillaba con majestuosidad en lo alto del encapotado cielo. Desde la altura de Dalei, las estrellas eran más visibles que en cualquier otro risco de Thurstine, por lo que Lena solo podía observar el mar de estrellas sobre su cabeza. Otra razón de porqué aquel lugar era tan encantador.

Lena no recordaba haberse quedado viendo el cielo durante tantísimo tiempo como aquella vez. Donde intentaba retratar cada estrella con su luna en su cuaderno de dibujo. Sabía que nunca tendría los colores suficientes en su cartuchera para imitar el brillo de aquel hermoso y oscuro cielo, pero era una artista, y frustrarse de sus propias obras una vez terminadas era lo más común para ella. Lo increíble y disfrutable siempre sería el proceso en sí.

Su mente estaba embotada en su dibujo del cielo con las copas de los árboles cubriendo algunas estrellas, mientras estaba sentada en las escaleras traseras del panteón de Dalei. El lugar estaba desierto, aparte de ella. Y su mente razonable —por lo general—, no había reparado, no solo en eso, sino también en que el Monte Daleinem no recibía visitas nocturnas nunca.

Era curioso, como si su mente estuviera parcialmente nublada. Pero entonces el lápiz color azul índigo resbaló de su mano y terminó junto a su pie. Cuando fue a recogerlo, se dio cuenta de que iba descalza; vestida con unos shorts de algodón azules y una camisa manga larga a juego. Era un pijama, pero no lo reconocía como propio.

La Niña de las Pesadillas.Where stories live. Discover now