La leyenda de los ojos negros o la conciencia de don Germán

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Imaginaos el Toledo del s. XVI, cuando reinaba el Emperador Carlos.

Gélida era la mañana en la que D. Germán López de Arévalo abandonó su casa, bien temprano, para dirigirse hacia la de su amada, Doña Inés de Calatrava, que vivía al otro lado de la ciudad, en una gran y algo destartalada mansión, medianera con una bella iglesia gótica.

El motivo de la visita no era otro que convenir formalmente con el padre de Inés, D. Esteban de Calatrava, la fecha de su desposorio. Y, si bien la hora acordada para la formalidad era algo más tarde, los nervios y los deseos de su corazón enamorado le impulsaron a adelantar los acontecimientos hasta casi el amanecer de aquel día.

Así, tan dispuesto como nervioso, alcanzó la esquina en la que comenzaba la calle cuando vio, sin ser visto, como su amada, desde un bello balcón enrejado, despedía a un gentilhombre.

Aquél individuo no era sino un buen amigo de la familia que, regresando de un largo viaje y debiendo pronto partir a otros lejanos lugares, había aprovechado aquel temprano momento para realizar una visita de cortesía. Sin embargo, D. Germán, ignorante de las circunstancias, no obtuvo la misma impresión y sea por las apariencias, por los nervios del momento, por su gran amor hacia Inés o por una combinación de todo ello, llegó a la precipitada conclusión de que aquel joven era, sin duda, un amante de su prometida que, tras una noche de ilícita pasión, aprovechaba las primeras luces del alba y las aún desiertas calles para despedirse de ella con cierta discreción.

D. Germán, obcecándose de inmediato con tan absurda idea e incapaz de pensar en otra cosa que no fuera la defensa de su honor y su orgullo heridos, se dirigió con presteza a la casa de los Calatrava, aporreando su puerta con puño fuerte.

-¿Quién perturba la paz de esta casa a tan tempranas horas de la mañana? -inquirió el ama de llaves al abrir.

-D. Germán López de Arévalo, ama. ¿Donde está doña Inés, tu señora?. He de verla de inmediato -manifestó el caballero con voz firme y altiva.

-En sus apostentos, señor -respondió extrañada y desconfiada la mujer- mas ahora no podéis verla.

-Lo siento, ama, no puedo esperar y urge el que la vea.

Sin más palabras y no esperando respuesta alguna, se dirigió hacia las escaleras, desenvainando su espada, enfurecido como estaba por los celos. Al paso le salió un anciano D. Esteban, ya no tan ágil como antaño.

-¿Se puede saber que escándalo es éste que vos, D. Germán, estáis dando?. Os tenía por hombre más sensato y calmado.

-Por calmado me tenía yo, mas por sensato me tengo ahora, pues habiendo sido testigo de mi deshonra, dispuesto estoy a arreglarlo.

-No sé cual es la deshonra de la que habláis, pero de aquí, vos no pasáis -respondió con voz firme el anciano.

-Eso, D. Esteban, habrá de decidirlo mi espada -dicho lo cual, el enloquecido enamorado comenzó un absurdo duelo.

-Estáis loco, dijo D. Esteban.

-O más cuerdo que nunca -respondió el novio.

El duelo fue fiero, pero rápido y predecible, pues la edad de D. Esteban no le permitía grandes esfuerzos, por lo que la espada de D. Germán terminó hundiendo su hoja en el estómago del anciano.

-Lo siento, buen amigo, pero mi honor exige una satisfacción y vos tratabais de impedirlo -y, tras decir esto, subió deprisa los escalones.

Viendo todo esto e incapaz de evitarlo, el ama de llaves, guiada por la sabiduría que proporcionan la experiencia y los años, o quizás por razones más oscuras, dijo para sí, y de un modo inquietante, estas palabras: “Harto costoso es el precio que habréis de pagar por vuestros infundados celos”.

La leyenda de los ojos negros o la conciencia de don GermánWhere stories live. Discover now