—Debiste haber revisado lo de las cadenas al salir.

—Lo hice —espetó sombrío.

—Espera, ¿cómo? ¡Me dijiste que se te habían olvidado!

—¡Se me había olvidado que se las había prestado al padre de Estani para el viaje!

Nunca había discutido con Amadeo y sabía que ambos teníamos mal genio. Enfadarnos no iba a solucionar aquel momento de mierda, debía pensar con claridad. Entonces, sacó su cajetilla de tabaco, se posó un cigarro en los labios y lo encendió con el mechero que guardaba en un bolsillo.

—Estás loco si piensas que voy a tragarme ese humo aquí encerrada.

—Necesito calmarme, por favor. Solo unas caladas y lo apago.

Me crucé de brazos con el orgullo carcomiéndome por dentro y preferí desviar la vista al exterior. Todo nuestro alrededor era negro, azabache, un precipicio desolador.

—¿Sabes si hay casas o algo por aquí cerca?

—Ni idea —dijo emitiendo un sonido de placer al expulsar el humo.

—No tenemos batería en el móvil, hace demasiado frío para quedarnos aquí y parece que nadie tiene intenciones de pasar por... —Iba a volver a quejarme sobre lo malditamente solitaria que era aquella carretera cuando, de repente, vi una luz acercándose por el espejo retrovisor—. ¡Amadeo, alguien, atrás!

—Fíjate bien en las ruedas —me pidió.

—¿Qué dices, loco? ¡Tenemos que bajar a pedir ayuda!

—¡Las ruedas, Paola!

El camión pasó a una velocidad irregular, como si tratase de correr y las ruedas se bloqueasen cada ciertos metros. Para nuestra suerte, con los focos del coche de Amadeo pudimos contemplar sus ruedas libres de cadenas. Mi chico me guiñó un ojo, arrancó y metió la primera marcha. Derrapamos un poco hasta posicionarnos.

—Si el camión puede circular, nosotros también —dijo.

Tenía razón. Sus ruedas pesaban lo suficiente para aplastar la nieve y abrirnos camino a donde fuese que pudiésemos llegar con aquel vehículo como escudo. Utilizaríamos sus pisadas. Seguimos avanzando un buen rato a paso lento por si acaso nos veíamos en la obligación de detenernos de nuevo cuando el camión giró a la derecha y el estómago nos dio un vuelco. Amadeo tiró del freno de mano de sopetón, esa no era la dirección al aeropuerto.

—Si queremos llegar a algún lugar y no volver a estancarnos en medio de la carretera, no nos queda otra —musité. Él chasqueó la lengua irritado—. No te preocupes, cariño. Llamaremos a tu madre cuando nos topemos con alguna gasolinera.

—¿Por qué no te gusta la nieve? —me preguntó cambiando de tema mientras ponía en marcha el coche.

—Porque me parece peligrosa. A la gente le encanta incluso si la ciudad se inunda de nieve, hacen muñecos, ángeles y juguetean por las calles, pero ignoran que es tan peligrosa como el fuego —le expliqué empezando a relajarme—. En Sierra Nevada, una de las veces que visité la montaña para practicar snowboard, salí disparada al caerme.

Amadeo se carcajeó y le asesté un manotazo en el brazo.

—Ríete, pero no fui consciente de que me había esguinzado dos dedos de la mano hasta que llegué a casa y entré en calor.

—¿Qué tiene eso de malo? —inquirió con la típica sonrisa traviesa que tanto me gustaba. Su ojo me observó de soslayo y le mandé un besito al aire.

—Supongo que nada, aunque me preocupa lo despreocupados que nos volvemos cuando se trata de nieve.

—Mira, allí arriba se ven luces.

—¿Allí arri...?

No tuve tiempo suficiente para asimilar la palabra que había recitado, volví la vista al frente y contemplé que habíamos incluso conseguido adentrarnos en una cuesta empinada. Lo mejor era que parecía terminar pronto y había luces a lo lejos que relampagueaban en señal de vida. En señal de civilización y, lo más posible, de un teléfono con el que pedir ayuda para volver a casa.

—¿Ves, tonta? Tanta preocupación y...

—Amadeo —lo interrumpí sujetándome a la tela de su chaqueta porque necesitaba aferrarme a algo real—. No nos estamos acercando a las luces, son ellas las que vienen a nosotros.

—¿Cóm...? —empezó a preguntar, pero enseguida pudo observar lo mismo que yo.

Eran las luces de un vehículo las que se aproximaban y no lo hacían a una velocidad normal. La ventisca amainó un solo instante como si nos estuviese dando la oportunidad de avistar el peligro que se avecinaba. No eran luces, eran los faros del camión que nos había guiado hasta allí y que había perdido agarre al pavimento cayendo así cuesta abajo y en picado. Ahogué un grito de horror al ver que nuestro escudo se había convertido en un proyectil, Amadeo metió marcha atrás a toda prisa y, al pisar un bache que habíamos atravesado con anterioridad, el trasero nos rebotó de los asientos y su cigarro cayó a la moqueta. Trató de apagarlo dando pisotones con un solo pie, pero no había tiempo para eso.

Entonces, solo entonces, fuimos conscientes de que se nos había olvidado abrocharnos los cinturones al volver al coche. La maldición de la nieve, pensé. «Abróchatelo», me gritó Amadeo, aunque él seguía con las manos ocupadas en el volante. En cuanto el camión estuvo a unos pocos metros de nosotros, Amadeo tomó la decisión de dar un volantazo y sacarnos de la carretera antes de que las toneladas de aquel gigantesco vehículo nos aplastasen a su paso. Grité horrorizada. El coche patinó y rodó cuesta abajo antes de estrellarse contra el enorme tronco de un árbol a lomos de la carretera.

Soñé que me ahogaba en mi propia sangre y que el fuego de un cigarro derretía la nieve.

©Amor por Causalidad I (APC) (COMPLETA) FINALISTA WATTYS2021Where stories live. Discover now