Había una vez

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Había una vez un vampiro en la ciudad. Había llegado en un desolado vagón de un tren aquella mañana. Sin maletas y sin boleto de regreso el aparente joven de veinte años se escabulló por entre la furiosa multitud que se abarrotaba una contra la otra en media avenida. Era la primera vez que se decidía ir a un lugar tan concurrido como la ciudad, la afamada Lima gris.

Sosteniendo el sombrero de copa casi contra su frente, se deslizó camino contrario de la muchedumbre. Un ligero pero inconfundible aroma lo sacudió en un instante, cómo si de tener un corazón se acabase de detener.
Caminó por largas y aburridas calles sin sentido y que lo único que lograban era abrirle el apetito. Le confundía sin embargo el ruido que sonaba por todos lados, a cada paso que daba, como si lo sacudiese de cansancio. De pronto se sentía achicar a medida que se acercaba hacia los estrechos pasajes de los largos edificios que se alzaban sobre el.

Caminaba sin duda alguna, pisando fuerte mientras sus ojos empezaban a notar cada vez mejor la pequeña entrada que daba a ese apestoso lugar.

Estaba oscuro, cada vez más. Sería un problema seguramente para los asquerosos ojos humanos que podían tener. Pero no para él. Para Santiago Babilonia no había ningún problema en visualizar cada silueta que se deslizaba por la penumbra de los pasadizos. Uno, dos, tres pasos avanzó, calmando la impaciencia que crecía dentro suyo para no soltar a correr hacia la vivienda.

Y allí estaba. Su mano sujeto con firmeza la perilla corroída por el tiempo, con un poco de fuerza adicional quizá. Para ingresar la puerta sonó fuerte desde abajo, arañando el piso amaderado aún más. Allí todo estaba vacío, los muebles cubiertos por una fina y empolvada tela blanca cubría todo a su alrededor. Estaba abandonado, tal como lo dejó la última vez.
Se adentró por lo que pareció ser la cocina, luego el comedor y finalmente el gran salón que en alguna vez había sido una belleza de lugar, una pista de baile donde rememorar buenos momentos.

Y en medio del cuarto, una anciana sentada en una silla de madera de roble antiguo acariciaba su bastón. Las manos arrugadas tamborileaban sobre sí misma, como si contase cada segundo que transcurría. Era solo un rayo de luz lo que se filtraba sobre el salón y bañaba el rostro de la señora.

-Llegaste -murmuró ella, los ojos abiertos de par en par sobre él. Una sonrisa acarició su mirada sobre Santiago-. Te estaba esperando todo este tiempo, esperando a que me llevaras contigo -La anciana cerró los ojos, como si fuese a tomarse una siesta larga, allí sentada en medio de la habitación.

Él avanzó, como si arrastrara su alma consigo, el rostro pálido, delgado y demacrado por la odiosa vida que debía llevar. La miro ya sin rencor, sin odio alguno cuando se inclinó sobre aquella mujer que alguna vez había amado.

-Aqui estoy.

Santiago deslizó la mano sobre el arrugado cuello de la anciana, empujándola sin cuidado hacia un lado. Inclinose sobre ella con toda la languidez que tú cuerpo le permitía. Tomo aire y cerro los ojos, dispuesto a hacer el último acto de amor que haría en su desgraciada vida. Abrió la boca y sus colmillos acariciaron la piel de la mujer un instante, listo para atacar.

Y solo un segundo después él yacía en el suelo, frío como debía ser un vampiro y muerto, agonizando en silencio y sin un soplo de aire. Masculló palabras inentendibles, suplicando por su miserable vida, agotándose hasta el final. La mira con desosiego y sin entender lo que estaba sucediendo.

La mujer solo le sonrió, cerrando los ojos antes de arremolinar una estaca de madera sobre su propio y anciano pecho-: Nos vemos en el más allá, mi amor.

Santiago Babilonia se secó desde adentro, la mirada fija en ella y ambos sin vida, los dedos extendidos hacia el otro como si quisieran encontrarse una vez más, en aquel lugar que alguna vez había sido majestuoso, el salón de baile donde su amor había nacido hacía años atrás.

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TRomaldo

Sueños perdidos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora