Sabía que Baji no volvería. Estaba aprendiendo a vivir con ello, estaba aprendiendo a separar su vida de la de los pájaros del cementerio, que incluso se habían habituado a su presencia. Un gorrión se posó sobre lo alto de la tumba y lo miró, ladeando su pequeña y plumosa cabeza, antes de echar a volar. Hiperventiló, intentando calmarse. Todo había ido tan bien durante aquella semana, no podía terminar así, de la misma forma que siempre: llorando frente a alguien que no podía rozar siquiera.

Al menos no llovía, como el día de su funeral. Porque, entonces, dejaría que la lluvia volviera a calar su ropa y descubriría que no había avanzado nada.

Se había quedado tantas veces al otro lado de la puerta de la habitación de Kazutora, intentando averiguar si él también lloraba. Si él también sentía que era difícil avanzar. Lo había escuchado hablar dormido, sollozar cuando despertaba y revolverse cuando no podía conciliar el sueño.

Ambos eran vulnerables.

—Ojalá tú también estés feliz allí... —Se limpió la cara con la manga de su camisa, sin importarle que se humedeciera o arrugara. Perlas adornaban sus pestañas negras, sus dedos se habían aferrado en torno a su propia ropa. —Baji...

Se incorporó como un muñeco de cuerda roto, de sus manos pendían los recuerdos que mantenían a Baji vivo. Dejó las flores y el tupper de yakisoba junto a la lápida y se alejó un par de temblorosos pasos. Se cubrió de la luz del Sol, esperando verlo sonreír una vez más.

No había nadie.

Un suspiro. Chifuyu salió al camino de gravilla, tomando un pañuelo de su bolsillo para sonarse la nariz. Sus dedos tropezaron con las llaves de la motocicleta que había heredado de él. Su tesoro más preciado. Caminó con lentitud, sus zapatos quedando manchados de polvillo blanquecino, una pequeña piedra se coló en su interior y se detuvo para sacarla.

Ensimismado, sus ojos se cruzaron con unos iris de ámbar rabioso. Se levantó, dejando la piedra caer al camino, cuidadoso. Aquel hombre, esa mirada.

El desconocido estaba frente a una tumba, en medio de otras tantas. Se había incorporado y se dirigía al camino, apretando los puños con hostilidad. Pero, aquella ropa, las gafas. Le parecía conocerlo de algo. Se quedó quieto cuando el tipo pasó de largo, sin decir absolutamente nada. Un lunar bajo el ojo derecho.

Frunció el ceño e inevitablemente pensó que se parecía a... Kazutora.

Un escalofrío recorrió su espalda, recordando la vez que el chico le había hablado de sus padres. Realmente no contaba mucho de su vida, sólo algunos detalles que sabía que lo hacían sentir mal. Era preferible vivir el presente sin tener atrapados todos esos momentos dolorosos entre pecho y espalda.

—Mi padre era un hijo de puta. No creo que me haya tenido algún tipo de aprecio... Disciplina, disciplina. Para él los golpes eran eso, disciplina.

¿Cuántas probabilidades había de que aquel fuera su padre? Intrigado, echó un vistazo hacia atrás. El tipo había desaparecido como si de niebla se tratara.

Miró a ambos lados. No había demasiada gente, sólo una niña y la que supuso que sería su madre frente a una lápida, no demasiado lejos de donde estaba. Con una nota de valor y tóxica curiosidad en el corazón, decidió abandonar el camino y dirigirse hacia la tumba en la que el hombre había estado.

La hierba rozó con cariño sus tobillos y varios gorriones surcaron el cielo hacia un gran roble que daba sombra a aquella parte del inmenso lugar. Se detuvo frente a la piedra y leyó el apellido de la familia, con sus latidos alterándose.

«Familia Hanemiya»

Chifuyu tragó saliva con tristeza al ver que no había flores ni incienso, incluso estaba algo sucio de musgo. ¿Es que ese hombre no tenía respeto por nada? Se agachó y arrancó una margarita para dejarla sobre la fría piedra.

Treasure || KazuFuyuDonde viven las historias. Descúbrelo ahora