Diez, estoy segura que es diez

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Cuéntame de Iván, dice Anastasia. Lo duro de haberme guardado tanto para un hombre. Lo duro de no permitirme ni una válvula de escape. Ser una especie de agujero que estalla pero no estalla. Todo lo que no amé, todo lo que no lloré. Acumular dolor, rabia, miedo, ternura, necesidad que me toquen. Todo eso me ha hecho daño, dice el doctor. Acumular dolor sin convertirlo en palabras, acumular amor sin convertirlo en abrazos, acumular penas sin llorarlas. Yo le contesto a duras penas, las pastillas me tienen tonta. Su electrotratamiento, doctor, me quitó las ganas de morirme pero también me tiene perdida. ¿Qué día es hoy? ¿Cuánto tiempo llevo aquí? Quiero irme no sé para qué. Guardé en mi corazón la fuerza de tanto amor. Iván, mi amor, mi terror, mi vida. Anastasia dice que también era mucho miedo. Terror del amor. Yo digo: eso es la muerte. Lo dice algún verso robado. El amor al miedo, el miedo al amor. Iván se me declaró. Yo le dije que sí. Entre besos. Me tocó los pechos, Iván, ¡cuánto te quiero yo! ¿No me hace mal llorar? Tu enfermedad no es el llanto, Mayra, dice Anastasia. La depresión es otra cosa y si hubieras venido antes, a la primera idea negra, al primer cuchillo en el alma, a la primera lágrima que te agriaba la vida, serían solo píldoras, un tiempo corto. Ni vómitos, ni tu cuerpo inconsciente arrojado en el suelo de la casa, ni los gritos de mamá Isabel ni papá Gonzalo ni la unidad de tratamientos intensivos ni el suicidio como ese extraño deseo de saltar y dejarlo todo a medio hacer. No, ahora el mareo. Todo me marea. ¿No es el castigo de Dios? Y ella se queda callada. Hace una pausa. No es el castigo de nadie. Dice eso. Como el padre Rubén: Dios es bueno, Mayra. Dios no quiere tu enfermedad, Mayra. Dios no hace todo perfecto, Mayra. Dios te dio las armas para saber qué te pasa. Dios dio a nuestras cabezas la conciencia y el conocimiento. ¿Por qué me confundes, Dios, con este error de mi alma? Cuéntame de Iván. No, hoy no. Hoy apenas puedo reconocer las cosas que he hecho en el taller de labores. Bernardita no está. Ha salido con permiso. Ingresaron una chica nueva, Jessica, llora a gritos en una habitación de otro sector. Está loca. Verónica llora por ella. Me dice que la nueva se cree la Virgen María y pide ser crucificada, que se ha hecho cortes en los pies y en las manos, que se abrió el costado con un cuchillo carnicero. Le van a hacer electroshocks. Tienen que extraerle la piedra de la locura desde lo más hondo. El doctor me dice, es otra cosa, no es lo tuyo. Jessica le ha arrojado el papelero a la cabeza a su doctora. Rompió los vidrios, la llevan a la habitación acolchada. En mi fuero secreto pienso que ella está mucho peor que yo. Veo en la enfermería la caja de sus medicamentos cargada como para un safari.

Veo cuando preparan la sala de electroshocks para ella. Hoy no me toca la habitación de los rayos. Tal vez no necesites más, me dice Simone. Pobre Jessica, es más joven que yo y se come los pelos. Del estómago le sacaron una bola de botones, uñas y cabellos. No comía, la encontraron después de tres días perdida, rezaba de rodillas frente al Palacio de Bellas Artes, en trance. Sus padres se abrazan en la sala de visitas. Me preguntan si la he visto. Puedo hilar mal las palabras. Podría decirles qué le están haciendo. Ella grita, un grito sordo. ¿Le están haciendo electroshocks?, preguntan como si no supieran. ¿A usted le han hecho? ¿Hace daño? ¿Es verdad que mata las neuronas? Eso es tan falso como que las mata la marihuana. Hay medicamentos que las protegen, que las regeneran. Repito cosas que me dijo Simone, libros que me ha hecho leer delante de él. Tienes que ser tu propia doctora. Es su biblia de psiquiatra que repito como loro. Como una conversa les explico. Tengo la boca traposa y debería estar durmiendo. Hoy, mi primer día sin electros- hock seguido: calculo mal pero no tanto. Quiero vivir. Debo verme como una idiota, enlentecida pero tan contenta de tener sentimientos mientras paso entre las visitas. Bernardita me presenta a sus padres que no quieren saber nada de mí. Ella habla hasta por los codos. Es la diva de la clínica. Verónica me presenta a su hermano mayor que estudia medicina y me queda mirando y es atractivo. Se acerca a mí y me pregunta qué tengo. No te metas con una loca, le digo. Estoy mareada, medio ida. Eso se te va a pasar, cómo te llamas. Le digo. Él se llama Ricardo, va en cuarto año y le gustan los misterios del cerebro. Me dice que en el cerebro están todos nuestros secretos, es una biblioteca donde si se pierde un libro otro libro escribe el libro perdido. Es un libro raro pero que compensa lo mutilado. Me dice que quiere verme de nuevo. Que Verónica le dice que soy su mejor amiga en la clínica. Yo ni me acuerdo. Poco, algo. Me siento la tonta, la mejor compañera, la que no mató nunca una mosca. Ricardo es bonito, tiene el pelo rizado y es de mi estatura. No es católico pero no me importa, no viene a salvar el mundo pero me habla de que hay que preocuparse de la sociedad, ve sufrir mucho a sus enfermos. Me dice que lloró mucho por Verónica. Le digo: está bien, es la más activa. Me dice: así estaba siempre, de pronto se cortó las venas. Le digo que así es la depresión. Yo me sentía exigida de todo. No me faltaba nada. Y mi madre, peor, me pedía más. Que pusiera de mi parte, que era cosa de proponérmelo, que no haga caso de esas ideas tenebrosas, que arriba ese ánimo. Se rió Ricardo. Sí, eso es lo peor para un depresivo, me dice. Lo aprendiste en la universidad. Sí, mi hermana y mi padre tienen una depresión, mis hijos quizá la tengan. Tengo que saber de eso. Descubrirlo cuanto antes, tratarlo bien. Lo miro, sus ojos de ardilla, su pelo rizado. Me gusta. Lo besaría, en medio del mareo lo besaría. Ahora que ya no soy ni santa ni puta ni siquiera mediocre. Vuelve a verme, le digo. Olga dice que parezco borrachita. Estoy contenta. Me traen la pastilla debajo de la lengua pero en cuanto se van me la saco. Tengo el gusto rico del beso que no le di a Ricardo. No me lo quiten todavía. Hoy quiero vivir. Por lo menos para que me abrace un hombre triste, un estudiante de medicina que quiere a su hermana y la tuvo que traer porque se cortó las venas y él mismo hizo los torniquetes y los puntos en un campamento y la trajo en el auto de la familia y su madre lloraba mucho y su padre estaba muy nervioso y él fue el astuto de la tribu. Eso me gustó. Alguien fuerte. Un hombre fuerte. No era el Iván confundido por el atraque con Dalia. Pedazos rotos de un amor que me duele en los zapatos. Ricardo, musito, mientras cierro los ojos y siento el efecto del Zolpidem en mi cerebro errabundo, cabecita al garete donde resuenan los poemas sueltos de mis autores náufragos. Leo mientras se me cierran los ojos, Teillier, Lihn, Gelman. Quizás la mejor victoria sea, sobre el tiempo y la atracción, pasar sin dejar huellas, pasar sin dejar sombra en las paredes. Es un poema de una rusa. Dalia debería leerlo, tan ruidosa.

El cuaderno de MayraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora