—Eso no pasara.

Corté la llamada apretando el botón rojo táctil del tablero de Max, resoplando. Si mi madre estaba ansiosa por encontrarme, debía hacerlo ella, yo no iba a mover ni un pelo.

—Siento que tuvieras que presenciar todo lo que rodea a mi ámbito familiar —le dije a Max, avergonzada.

Tomó mi mano por encima de mi muslo mientras manejaba, dándole un ligero y delicado apretón.

—Todos tenemos familiares que nos amargan la vida, no te preocupes. Ahora ¿qué tal si abres la cajuela del coche? Seguro con eso te olvidaras de todo—me preguntó, con una sonrisa pícara en los labios, manteniendo su buen humor.

Fruncí el entrecejo. Sin decir nada, abrí la cajuela pequeña y me encontré con unas llaves de lo que parecía una moto...ya que suelen ser distintas a las de un coche. Lo miré a él y luego volví a mirar las llaves.

—¿Qué significa esto, Max? —le pregunté, en su susurro.

—Espero que sepas manejar una moto porque si no es de ser así, tendré que ser tu profesor particular y no me molestaría serlo en absoluto. Es más —se inclinó a mi oído —, sería un placer ser tu profesor, Gray.

Me quedé hecha una piedra, no sabía que decir. Estaba en shock. Me llevé las manos a los labios, y chillé de felicidad. Me reí con fuerza, sin salir de mi asombro. Ay por Dios. No podía dejar de ver la llave, que tenía un llavero en forma de pompón rosa.

—¡Ay Max, no sé qué decir! —exclamé, extasiada —¡Quiero abrazarte, pero estás manejando, no quiero provocar un accidente!

Le llené de besos la mejilla más cercana, acunando en mi mano en su firme mandíbula. Su perfume era tan adictivo, olía tan bien y tenía el rostro tan suave que podría besarlo hasta la eternidad.

—¡Demonios! —carraspeó él, borrándose todo rastro de carisma y con los ojos bien abiertos.

Entonces, todo sucedió demasiado rápido, Max pegó un volantazo contra la izquierda, esquivando un camión que venía por el camino contrario. Aquel volantazo provocó que nos subamos a una acera suertemente vacía y frenáramos de golpe. Escuché el ruido de las llantas contra el cemento y como mi cuerpo se embistió contra el asiento de un golpe.

Max apagó el coche. Nuestros cuerpos se encontraban inmóviles, con nuestra respiración agitada. No podía entrar en razón, pero algo me dijo que revisara a Max, quién no tardó en desabrocharse el cinturón, revisandome.

—¿Estás bien? Dios mío, Ada —me preguntó, desgarrado, con mucha intensidad en su voz y recorriendo mi rostro con sus manos.

—Sí, sí ¿y tú? —le pregunté, con un hilo de voz y con un enorme nudo en la garganta que me impedía hablar.

Lo miré, y asentí, aún espantada por lo que acababa de pasar. Por primera vez... le temí a la muerte, aunque sentía que la misma podría estar a la vuelta de la esquina. De una forma inesperada.

Max encendió el coche, maldiciendo por lo bajo a aquel conductor que casi nos mata y paró en la primera gasolinera que encontró, quizás sólo para tratar de recuperarnos por lo ocurrido.

—¿Ya no quieres ir a comer? Porque se me fue el apetito —le dije, acariciándole el cabello en un intento tonto de consuelo.

Él tenía la mirada al frente, serio y no fue capaz de mirarme. El color de la cara se le había ido. Eso me preocupó.

—A mí también se me fue el apetito —susurró, como si le costara hablar.

—Voy al tocador del autoservicio.

No te enamores de Ada Gray (Libro 1 TRILOGIA EL PECADO DE LOS DIOSES)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora