· V e i n t e ·

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Supongo que por eso nunca cociné demasiado en casa. Solo aquella famosa lasaña, que me salía muy bien. Si se enterase que añadía leche para que el relleno ligase mejor... Quizás me echaba de casa.

Regresé a la casa cansado, aunque había dejado ya mis platos especiales preparados. Fede me dejaba tener muchas noches libres, porque en realidad solo estaba de prácticas y tenía cocineros de sobra. Le bastaba con que dejase algunos platos y postres ya listos, y así podía usar la cocina cuando no hubiese nadie, y probar cosas nuevas sin que me molestasen.

Cuando llegué a la casa la temperatura ya había empezado a bajar, aunque continuaba siendo bastante elevada.

Y, aún así, al bajar de la moto y caminar hacia la entrada, me encontré a dos figuras echadas en el suelo sobre una esterilla.

La bilis comenzó a hervir en la boca de mi garganta al darme cuenta de quién se trataba: Angelo y Olivia.

En aquel momento ella estaba inclinada en el suelo, estirando la espalda, y él tenía una mano posada prácticamente en su trasero para ayudarla.

Respira, Jax.

Respira.

El rostro de mi primo se elevó cuando me acerqué, y una sonrisa horrible brilló en sus labios. No quería creer que Angelo se estuviese vengando de mí, porque no solo éramos familia. Eramos muy buenos amigos. Y precisamente a él le había hablado de Olivia.

A Angelo le gustaba Chiara. Cuando me lié con ella el verano pasado me dijo que solamente le parecía atractiva, y que todo estaba bien.

Me parece que creerle fue un error.

Y ahora me las pagaba de vuelta.

—¿Qué tal, primo? —Me saludó, moviendo la cabeza en un asentimiento.

En ese momento Olivia hizo un ruido extraño, y Angelo apartó la mano de ella cuando rodó hacia un lado, cayendo sobre su espalda y fuera de la esterilla. Tenía el pelo recogido, pero unos mechones se habían escapado, y me observaba a través de ellos con expresión de sorpresa.

Bueno, piojosa. Yo también vivo aquí durante el verano.

—Acabamos de volver de correr —continuó hablando mi primo, como si nada—. ¿Qué te parece? Aguantó cinco kilómetros.

Sin querer, la comisura de mis labios se elevó un poco. Para él cinco kilómetros no era nada, pero estaba segura de que por eso las mejillas de Olivia parecían tan sonrojadas. Nunca hacía mucho ejercicio.

Menos en la cama.

—Estoy sorprendido de que haya durado tanto—repliqué, mirándola a ella—. ¿No estarás enferma?

Arrugó la nariz pecosa y entrecerró los ojos hacia mí en una forma infantil pero muy graciosa. Te daban ganas de agarrarla de las mejillas y estrujar la cara.

—Qué gracioso —replicó, poniéndose de pies—. ¿Cuántos kilómetros puedes hacer tú, eh?

Se acercó a mí, alzando la barbilla hacia arriba, y mis labios sonrieron más. La broma se me escapó antes de que pudiera contenerme.

—Duro mucho, piojosa.

Ladeó un poco la cabeza, y murmuró:

—Ya... déjame dudarlo.

Mierda. Me encantaba que pelease así de duro.

Pelearía así toda la vida contigo, piojosa.

Siguiéndola el juego, me agaché un poco, acercando el rostro al suyo, y susurré:

—Sé que no lo haces. Tienes pruebas de lo mucho que duro. ¿O quieres volver a comprobarlo?

Una Perfecta Oportunidad © 30/03/2023 EN LIBRERÍASOn viuen les histories. Descobreix ara