Miradas

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De noche, cuando el mundo descansa y la luna brilla, deambulo por la casa en silencio. Mis pasos descalzos siempre tienen el mismo destino final, la habitación de mi pequeña. A modo de ritual, acomodo su cabeza sobre la almohada, y beso su cabello perfumado, que huele a lavanda y jazmín, a dulce y suave, el aroma de la inocencia.

La miro con embeleso, y un suspiro se escapa de mis labios, mientras una lágrima solitaria le hace compañía.

Me paseo por la habitación despacio, sin premura, saboreando cada rincón, acomodando un almohadón aquí y un lazo por allí. Disfrutando del tiempo robado al sueño y cuestionándome tantas cosas, como no lo hice en los últimos veinte años. «¿Qué es lo que me pasa?»

Una pregunta es la que irrumpe en mi monólogo mental y me atormenta, cuando la observo dormir, sonriendo en sus sueños «¿Cómo alguien puede alejarse de su propio hijo? ¿Cómo puede sentirse eso correcto?»

Dicen que los hijos son nuestro corazón latiendo fuera de nuestro cuerpo. Y sé, ahora sé, que es cierto.

Y la pregunta tiene cada vez menos sentido, o lo que no tiene lógica al menos es la respuesta. Mi respuesta, la que pertenece a mi propia historia. Y es en ese preciso instante, que mi memoria viaja a mundos lejanos, en otros tiempos. Aquellos donde la soledad y la necesidad marcaron una huella imborrable en mi alma.

Pierdo mi vista en el suelo, y descubro a Pipi, el pato de peluche, que ha caído del abrazo de Mandy. Lo levanto con una sonrisa y beso la peluda frente, le anudo su corbatín de moño y lo dejo justo bajo la manita regordeta de mi hija.

Desde hace unos días, el insomnio se apodera de mis noches y como es habitual desde entonces, llego inquieta a la cocina, enciendo la laptop que descansa sobre la mesa y voy en busca de mi té.

Suele ser más útil, ocupar mi tiempo en revisar mi trabajo pendiente, que dar vueltas y vueltas en la cama, por otro par de horas hasta que esa sensación de desasosiego se calma. El sonido de mis dedos revoloteando sobre el teclado, y de vez en cuando el chocar suave de la taza en la madera lustrada, rompen el silencio.

Son las tres de la madrugada y una notificación entrante llama mi atención. Bebo un sorbo de té y leo. Y vuelvo a leer. Apoyo la taza sin cuidado y leo de nuevo. El aire ya no llena mis pulmones, lo intento, pero no lo logro.

Busco el teléfono y marco el número que indicaba el mensaje.

En cualquier otra circunstancia no habría llamado a nadie a esas altas horas de la madrugada, pero se trata de la hermana de mi padre, alguien a quien apenas conozco por nombre, con un mensaje urgente y que, en ese momento, estaba conectada.

Con el temblor que acompaña el adivinar de las malas noticias hice la llamada. Tres timbrazos eternos y estridentes, me separaron de la última noticia que esperaba alguna vez tener.

Lo que no esperaba, a decir verdad, era mi reacción, mis emociones, se suponía que estaban escondidas bajo siete llaves, y algunos candados. Ocultas bajo capas y capas de negación y olvido forzado, lo que fuera necesario para no pensar, para no sentir. Para no sufrir. Claro está que me equivoqué de estrategia.

Si tuviera que contar la historia de mi vida, tengo la certeza que no comenzaría con el famoso "Había una vez...", como suelen tener los cuentos que se leen a los niños antes de dormir. Tampoco tuve quien me leyera esos cuentos. Mi mamá estaba muy ocupada, y mi papá no estaba. Punto.

Cuando se crece con ese nivel de carencia, es muy difícil creer en los finales felices.

En algún momento, conocí a mi propio príncipe azul y la posibilidad de un final diferente asomó a mis ojos. Para ese entonces el pensar en cosas tristes y que no tenían remedio, no valía la pena. ¡Qué equivocada estaba!

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