—Quiero hacerte feliz —susurra en mi cuello, luego sus roncas palabras se convierten en dientes sobre mi piel. Muerde duro unos segundos y dejo ir un gemido de dolor, el pinchazo, sin embargo, me distrae de la tristeza —, quiero hacerte mío, Tyler. Quiero que cada pequeña parte de ti me pertenezca, quiero adorarte entero, cuidarte, quiero acariciar tu piel todo el día y que te retuerzas de gusto.

Sus manos se vuelven más rudas, pero no demandantes. Me clava los dedos en las caderas y me empuja, haciéndome caer bocarriba en el sofá, volviendo a mi cuello para besar y lamer la zona que ha mordido; mi piel está tan sensible que su lengua me hace temblar y ladear la cabeza, ofreciéndole más de mí.

—Así, así —susurra, deseoso, y sus besos suben a mi oreja. Muerde mi lóbulo, lame el contorno y susurra: —, eres mío. —susurra roncamente. Sus dientes vuelven a hacerme estremecer, mordiéndome la oreja. Me quejo alto y él vuelve a mi cuello. Besa la marca de sus mordiscos. —Tyler, dilo. —demanda con urgencia; me muerde de nuevo, sus dientes clavándoseme en la piel; tan doloroso, como si tratase de arrancar las palabras de mí —Di que eres mío.

Se hunde de nuevo en mí, noto sus dientes punzar cuando trago saliva, el calor acumulándose en la zona: mi sangre busca su boca. Apenas puedo hablar, esta sensación delirante me arranca de este mundo, devasta todo a mi alrededor hasta que solo existe su voz y de mí únicamente queda la piel que hay bajo sus dientes y lengua. No tengo voz, ni manos, no tengo corazón, solo ese palpitar que besa sus labios, la piel que siento romperse un poco y las escasas gotas de sangre que lame.

Es una sensación extraña la de sentirse consumido. La peligrosa, perfecta mezcla entre sentir que eres todo para alguien y que puede reducirte a nada; es ese punto álgido desde el que rozas el cielo y te sientes Dios justo antes de caer y ser aniquilado.

Tan volátil, pero tan hermoso. No quiero una vida tranquila y un funeral vacío, no quiero más tardes frente al televisor con la baba cayéndoseme y un bote de pastillas siempre a mano. Quiero seguir siendo el centro del mundo de alguien, quiero ser visto, tocado, mordido. Quiero existir.

Incluso si solo puedo existir para él.

—Soy tuyo, Ángel —murmuro, mi voz me alcanza como un rayo. No reconozco mis palabras, pero pesan como si fuesen la verdad más absoluta. —soy tuyo, soy tuyo —repito más bajo, empezando a familiarizarme con mi voz, mis labios se sienten menos entumecidos y noto el cosquilleo de la lengua mientras hago —soy tuyo —lágrimas vienen a mis ojos ¿Alegría o desesperación? Quiero huir de aquí, quiero querer huir. Quiero tener un lugar al que huir. —soy t-

Su boca asciende por mi cuello y me calla de un beso. Lento, sangriento. Noto mi sabor metálico aún en sus labios y la forma en que me muerde los míos me recuerda su ansia, su voracidad. Me desea tanto, atrozmente; y es aterrador, pero es la primera vez que alguien me ha querido, al menos desde mamá. Es extraño, no se siente tan diferente.

Hay algo familiar en esta locura, en este agridulce amor.

—Quiero que sientas que este es tu hogar —susurra sobre mi boca, besándome antes de que pueda pensar ¿Así lo haces, Ángel? ¿Así me moldeas? ¿Con tus labios que me ablandan con dulces palabras y me amasan con besos? —, quiero que te sientas en casa.

Me despego de él con los ojos llorosos. Él está llorando también, sin vergüenza alguna. Beso sus mejillas desnudas, llevándome a la boca sus lágrimas como él ha hecho con las mías y lo abrazo, escondiendo mi rostro en su cuello.

—Mi casa nunca se sintió como un hogar —confieso entonces, las palabras brotan incontrolablemente, como un llanto —, no sé... no sé si nunca podré sentirme en uno. No sé cómo se reconoce.

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