Las ganas de tomar aire son irresistibles.

Los pulmones me punzan.

Estoy perdido.

Saca mi cabeza de repente y tomo una enorme bocanada de aire.

—Lo haré, lo haré ¡Haré lo que digas! —digo entre toses y jadeos cuando me agarra del pelo.

—Oh, sé que lo harás. Pero la desobediencia tiene un castigo y no porque te retractes vas a ahorrártelo. Ahora ven aquí —dice llevando mi cara al cubo de nuevo. El agua todavía se mueve y miro las pequeñas ondas en ella con el mayor horror del mundo. —todavía no he acabado contigo.

Sumerge mi cara otra vez. En total son tres veces más las que lo hace, cada una más larga que la anterior. Cuando nota que estoy a punto de ahogarme me saca y me deja tomar una pausa de un solo respiro antes de volver a torturarme.

Cada vez que lo hace tengo la certeza absoluta de que moriré y al final, por suerte o por desgracia, sigo vivo.

—No más... —digo entre jadeos, sorbo mis palabras y toso. —por favor, no más...

Él me besa mientras lucho por aire y yo le dejo hacer, incapaz de contradecirle. Después vuelve a abalanzarse sobre mí, su polla tan dura como antes mientras la mía ha bajado por completo ¿Cómo puede estar excitado? Es tan enfermizo...

—Vamos —me ordena, su voz suena relajada. Esta vez no debe gritar o mostrarse autoritario, llevo directamente mis manos su gran virilidad, empezando a bombearla. —, dime que me quieres.

Mareado, abro los ojos, y nos veo en el suelo, quedando él encima, acechante. Se sienta sobre mis piernas y cuando me tapo el rostro de bochorno y humillación al ver mi polla erguida él la rodea con la mano.

Si pudiese, me desprendería de este horrible cuerpo que solo obedece su ley, sería libre, libre de ser amo de mi propio dolor o, al menos, de mi propio placer. Pero uno no puede volar dentro de su carne y, mezclado con ella, sufre por los toques. Ángel me masturba deprisa y veo su erección, grande, brillante y venosa. Sé que mi polla está húmeda también. Quiero correrme, Dios, odio querer correrme por culpa de las manos del hombre que me ha arruinado la vida.

—¡Hazlo! —me chilla, soltándome de un tirón doloroso. Mi miembro, enrojecido por su brusquedad y erguido por la constante estimulación, arde y duele.

—¡T-te quiero! —grito horrorizado, temiendo que su mano me vuelva a agarrar del pelo y hundirme en ese cubo donde creí que moriría.

—Bien —dice complacido, bajando tantísimo su voz que dudo de haberlo oído. Luego pasa su mano por mi torso en una larga caricia. Mi vientre se hunde de la impresión y cuando llega al pecho noto mi corazón latir a flor de piel. —. Otra vez, dilo otra vez, y esta mientras me tocas.

Lo odio, odio la forma en la que me ordena, en que mira como si no fuese nada, en que me desgarra con sus estúpidas peticiones ¿Por qué tengo que humillarme así? ¿Por qué tengo que estar llorando a mares mientras masturbo a alguien a quien no amo? No merezco esta tortura, no es así...

Pero sé que me irá mucho peor si no lo hago, así que rodeo su pene con mi mano izquierda, ya que el hombro derecho me duele tanto que nada podría hacer con ese brazo. Empiezo con una moción lenta y cierro los ojos, tratando de pensar en ello como una mera tarea mecánica. Es solo subir y bajar la mano, nada más, solo...

—Mira mientras lo haces. —su voz ronca me hace sollozar.

Abro los ojos, llenos de lágrimas, y veo como su enorme cuerpo, inmovilizando el mío, se estremece con mi toque. Su pene grande se perla de presemen cuando subo y bajo la mano y sus dedos grandes, ásperos... dedos de bestia, me agarran por la cintura cuanto más placer le doy. La forma en que me aprieta duele. Es su única manera de expresar: el dolor. Dice que me ama y me tortura, cuando se enfada me golpea y cuando le colmo de placer no me libro tampoco de este terrible dolor.

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