Él, sonriendo, se mete en ella, quedando encima de mí con su gigantesco torso tapándome la luz. Así, con su figura oscurecida por el contraste y su rostro apenas visible, parece un verdadero monstruo: un contorno negruzco de deltoides enormes, brazos fuertes y manos hechas para tomar y romper. Para arrancar.

—¡No! No, espera —clamo aterrado, pero él actúa rápido, sin inmutarse mientras yo me retuerzo: me despoja de mi camiseta sin siquiera desatarme. La hace girones: con una mano tira de ella, con la otra me presiona contra el suelo; la tela se rasga violentamente contra mi piel, dejando marcas rojizas en la palidez de mis brazos, mi pecho y mi abdomen. Al ver las marcas él pone su mano contra mi pecho, maravillado. La deja ahí, reposando unos segundos, después araña hasta dejar nuevas tiras rojas en mí. —¡Para! ¡Para! P-puedo tomar el baño solo, por favor. —suplico.

—¿Tanto lloriqueo porque te vea desnudo? Vamos, vamos, ni que fueses un virgen, déjate de mierdas. —espeta, acabando de arrancar los últimos girones de mi camiseta destruida y lanzándola fuera.

Mi espalda desnuda se retuerce sobre la fría y dura superficie de la bañera mientras lucho, maniatado, contra este demente. Él solo me coge como a una muñeca y me acerca a su gran cuerpo, arrodillado frente a mi patética figura, y toma el elástico de mis pantalones.

—¡No! ¡No! —chillo, pataleando para defenderme. Mis piernas se mueven con fuerza, la suficiente para empujarlo y hacer que caiga hacia el otro lado de la bañera.

Cuando sus manos se separan por mí me siento profundamente aliviado. Un segundo después me arrepiento. Estoy atado, encerrado y herido, alejar a Ángel de mí unos segundos es una solución temporal. Una que viene con un gran precio.

Él se vuelve a levantar y mi estómago se hunde al verlo. Los puños cerrados hasta hacer resaltar las venas de la mano, que llegan hasta el amplio antebrazo, los músculos tensos del brazo y el hombro, elevándose con poderosa fuerza. Su pecho ancho, subiendo y bajando, su abdomen, contraído de la rabia. Sus manos vuelven a mí, más bruscas, más demandantes. No me muevo cuando me arranca hasta la ropa interior de un tirón. No me muevo mientras le oigo hacer tintinear la hebilla el cinturón.

Por favor, por favor, que no me golpee con él. Cierro con fuerza los ojos y me hago un ovillo en la fría bañera apenas sin respirar. Los segundos pasan, yo espero un horrible golpe, el dolor lacerándome, espero sonar igual que mamá cuando se rendía y aceptaba que al día siguiente tendría que ponerse maquilla en la cara y los brazos.

Escucho un golpe metálico en el suelo, luego el sonido pesado de tela moviéndose. Ángel está desnudo frente a mí y en su cuerpo encuentro mil motivos para para temerle que en cualquier cinturón o bolsillo donde quepa un arma. Me mira altivo y sonríe, recorriendo cada parte de mí antes de inclinarse sobre mí, como un depredador que se abalanza contra la indefensa presa, y encender la llave del agua. Un chorro frío me cae de lleno en el rostro y me separo, tosiendo y removiéndome, teniendo problemas para alejarme porque con las manos atadas no puedo buscar puntos de apoyo. Después me quedo en un rincón de la bañera, sentando con las rodillas contra el pecho, la espalda encovada y tiritando de frío. El resto de la bañera, de la estancia, de la casa entera, pertenecen a la enorme presencia de Ángel.

Siento que está en todos los rincones, tiene ojos en las paredes, manos en el aire. Es como si no pudiese estar a salvo de él, de sus anchos brazos que amenazan con romperme como si fuese de cristal, de su imponente cuerpo moreno, que se estira hacia mí grácil y confiado como una pantera.

—N-necesito que me desates para ducharme. —le digo, rompiendo con el sonido del agua fría caer. Él niega.

—Lo haré yo. —me dice con la voz contenida, tomando el bote de jabón que tengo a mi lado, encerrándome entre su cuerpo y la pared. —Date la vuelta.

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