—¿Tengo que amordazarte también? —pregunta roncamente en mi oído. Yo lloro, empapándole la mano de lágrimas y saliva en mi intento por respirar. Él me da una fuerte sacudida, apretando tanto su mano en mi boca que me duelen las mejillas y dice, casi gritando: —¿Tengo que amordazarte? Responde ¿Si o no?

Yo niego con la cabeza, pero aun así no puedo calmar mi ruidoso llanto. Cuando me suelta caigo sobre el colchón y me alejo desesperadamente de él. Busco una almohada donde sofocar mis sollozos, temiendo enfurecerlo.

Él vuelve a la cocina y aún cuando se va puedo sentir su presencia: está en las cuerdas que me hacen latir las muñecas, en mi almohada manchada de saliva y sollozos, en el dolor vivo y palpitante de mi cabeza, de mi hombro, de mi pecho.

Me atormenta.

Mi casa, mis paredes, mi techo, todo se estrecha, todo se acerca, me acecha cuando no lo vigilo, las paredes reptan hacia mí, el cielo baja, se me cae encima como un gigantesco armario. Me encierran, me atrapan, me siento claustrofóbico. El mundo es demasiado pequeño porque siento que cualquier lugar es demasiado cerca de él. Me aparto de la almohada, siendo ruidoso la jadear, y es como si me ahogase y me cegase con manos invisibles.

<<¡Papá! ¡Papá abre, no veo, no puedo ver! ¡Me portaré bien! ¡Papá, haz que mamá deje de gritar! ¡Tengo miedo! ¡Mamá!>>

Mamá... La hecho tanto, tantísimos de menos. La recuerdo con imprecisión, pero ella siempre aplaca, siempre protege. Necesito sus manos, que me quiten de encima estas garras. Necesito su voz, una señal para no acabar a la deriva. Mamá, mamá, por favor, ayúdame otra vez.

—Deja de lloriquear —su voz me arrebata toda esperanza. No soy un niño pequeño, no tengo el consuelo de una madre bondadosa. No sé siquiera donde vive. Él se acerca a mí, sin importarle que apenas pueda respirar por el horror, y me agarra del brazo izquierdo con fuerza. Grito a todo pulmón. Sus dedos parecen atenazarse a mi carne tan fuerte que el hueso tiembla bajo ella. Tira de mí, obligándome a ponerme en pie. —. Vamos, deja de llorar, no quiero que se enfríe la cena.

Yo asiento, algo más calmado al saber a dónde me lleva. De camino intento calmarme mirando a mi alrededor. Estoy en mi casa, con mis paredes, mi cocina, e incluso el estofado lo ha servido en mi bajilla preferida. Todo es familiar, incluso el aroma. El olor del caldo es fuerte, no puedo ignorarlo, salado, con reminiscencias a varias verduras, y es... nostálgico. Huele apetecible, como cualquier sopa bien hecha, pero algo en él capta más mi atención que el sabor al que elude. Cierro los ojos un segundo y casi puedo notar mis labios enumerando sin que yo me dé cuenta: dos zanahorias, dos patatas, un puñadito de habas y dos pizcas de sal. Lo remueves cada cinco minutos y hechas la carcasa de pollo a los cinco.

Parpadeo perplejo mientras él me sienta frente a la comida ¿Es una receta mía? Quizá es de mamá... no lo sé, estoy confundido, no puedo rememorar la mayoría de cosas que debería. Pero a veces hay recuerdos enquistados que pulsan y duelen, que salen a la superficie, como esta sopa. No sé a qué me recuerda, pero es un recuerdo feliz. Ahora puedo respirar mejor.

—¿Por qué te quedas mirándola como un idiota? —brama, enfadado. Da un golpe a la mesa y el sonido de la madera estremeciéndose se me hace también familiar, solo que no nostálgico. No es algo que quiera recordar. —Cómetela antes de que se enfríe. —exige, tomando una cucharada de la suya y soplando.

Miro el plato de nuevo, luego aprieto los puños.

—Tengo... tengo las manos atadas. —digo en voz baja. No quiero enfadarlo. Es ilógico que él se enfade porque no como si literalmente no puedo hacerlo, pero él mismo me ha exigido que lo haga y sé que no puedo esperar nada racional de este sujeto.

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