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El «Cuatro Dedos» era una montaña de acrílico, luces rojas y pechos prominentes que se deslizaban sobre piernas bien torneadas, deseables y cubiertas de colores indefinidos. En su entrada, un gorila forrado con una chaqueta de seda negra me atajó y puso tres minutos de dificultades para dejarme entrar, porque mi aspecto no le inspiraba la confianza de una chequera palpitando junto a mi corazón. Le di un billete de cinco mil pesos y bajo su espeso bigote apareció una mueca que supuse sería la mejor de sus sonrisas.
    Encendí un cigarrillo y entré al cabaré dispuesto a portarme como un caballero, al menos hasta que ubicara a la pareja con la que deseaba bailar esa noche.
    Salió a recibirme un mozo de chaqueta roja y corbata verde, y anudada al cuello, y solícito me condujo hasta un rincón discreto y en penumbras. Ofreció una larga lista de cócteles y antes que regresara con el vodka tónica que le pedí, a mi lado se sentó una rubia dulce, amable y mentirosa.
    —¿Estás solo? —preguntó, recurriendo a toda la obviedad del mundo.
    —Es un problema que se solucionará si te quedas conmigo.
    —¿Me regalas un trago? —dijo, al tiempo que cruzaba sus piernas a veinte centímetros de mi nariz.
    —Una copa para mi amiga —ordené al mozo a su regreso, y luego le pregunté por Maragaño.
    —El señor Maragaño aún no llega esta noche —contestó.
    —Cuando lo haga, avíseme. Le traigo el recado de una conocida suya.
    La rubia que me acompañaba iba en el segundo combinado cuando el mozo vino a decirme que Maragaño había llegado al cabaré. Miré hacia donde me indicó, y a pesar de la penumbra, logré ver a un tipo de aspecto mantecoso que caminaba con alguna dificultad sobre la alfombra del lugar. Tuve la impresión de observar a una babosa gigante, lo que en todo caso no fue obstáculo para que se le colgaran de los brazos dos mujeres de las muchas que esperaban a los clientes. Al parecer el chicharrones las conocía, ya que las saludó efusivamente, y sin gritar agua va, dejó que sus manos regordetas se deslizaran bajo las cortas faldas de las copetineras.

    Los problemas comenzaron más pronto de lo que esperaba, ya que apenas el mozo informó a Maragaño de mi presencia, se acercaron hasta mi rincón dos hombres que hasta ese momento se habían mantenido tras las espaldas del sicario mayor. Uno de ellos pertenecía al grupo que me había aporreado días atrás. El matón me reconoció de inmediato y sin gastar tiempo en dichos preliminares, se abalanzó sobre mí. Traté de resistir, pero dos tubos negros en las costillas me hicieron cambiar de opinión.
    Custodiado por los dos hombres crucé el cabaré de un extremo a otro, hasta quedar frente a la mesa ocupada por Maragaño y sus amiguitas.
    —¿Heredia? —preguntó Maragaño, un tanto molesto por la interrupción, y luego, sin dejar de acariciar los muslos generosos de una de sus acompañantes, agregó—: Nos encontramos antes de lo previsto.
    —Andaba paseando por el zoológico y encontré a estos gorilas amigos suyos —contesté mirando a mis custodios.
    —No te quieras pasar de listo, huevón —dijo uno de ellos, al tiempo que presionaban sus pistolas contra mis costillas.
    —Supe que estuvo con algunos conocidos míos —intervino Maragaño.
    —Le reduje sus gastos en personal —respondí.
    —No causó gracia su proceder. Eran buenos muchachos —dijo Maragaño haciendo una mueca que estremeció sus mofletes.
    —Un poco lentos para mi gusto.
    —Procuraremos que esta vez no haya quejas —respondió, y enseguida ordenó a sus subalternos que me sacaran del lugar.
    Salimos y al cortejo se unió el mastodonte que custodiaba en la puerta. Avanzamos hasta quedar bajo unos árboles que cubrían la entrada al cabaré. Para pensar no tenía mucho tiempo, así que aproveché un breve descuido de mis captores para arremeter contra la quijada del portero. Algo se quebró en su rostro sin que eso llegara a preocuparme. Me arrojé tras un árbol en búsqueda de refugio, y al hacerlo escuché un estampido que de inmediato se transformó en un intenso ardor en mi hombro izquierdo. Había jugado mis cartas y ya no sacaba nada con arrepentirme. Observé a mi alrededor buscando otro refugio más seguro y cuando pensaba que la suerte me daba la espalda, escuché dos disparos y enseguida vi caer al suelo a los dos gorilas de Maragaño. Incrédulo, me incorporé justo en el momento que Solís sacudía su pistola en la cabeza del portero que, repuesto de mi golpe, intentaba ponerse de pie.
    —Tenía curiosidad por ver qué trago bebías —dijo Dagoberto Solís, al tiempo que me tendía su mano a modo de saludo.
    —No sé qué demonio te trajo hasta acá, pero, como sea, gracias por salvar mi pellejo —le contesté.
    —Supongo que mi placa ya tenía suficiente brillo.
    —Y llegaste en el momento preciso.
    —Hace media hora que estaba observando qué tal te las arreglabas con Maragaño y sus monigotes.
    —¿Media hora? ¡Eres un maldito hijo de puta!
    —No más que tú, amigo.
    —Bien, lo acepto y estoy de acuerdo contigo. ¿Trajiste a tu gente?
    —No. Solo mi pellejo y una repentina gana de meterme en lo que no debo.
    —¿Sabes a qué vine?
    —Lo sé. En el cabaré reconocí al hombre que buscas.
    —¿Piensas interponerte en mi camino?
    —Vine a ayudar. La placa la dejé en mi casa —contestó Solís.
    —Bienvenido al circo —le dije, justo en el instante en que salían del cabaré otros dos hombres, convenientemente armados. Alcanzamos a escondernos tras de unos matorrales y desde ahí los oímos llamar a los matones dados de baja.
    —Por la puerta principal no llegaremos muy lejos —dijo Solís.
    —Intentemos entrar por la puerta de atrás —respondí, al mismo tiempo que me ponía a correr entre los arbustos que nos protegían.
    Dagoberto siguió mis pasos hasta que divisamos una puerta de la cual emanaba una luz amarillenta. Estaba cerrada y en su parte superior tenía una ventanilla. Junté las manos en forma de una pisadera y Solís se cargó en ellas para observar hacia el interior de la casa.
    —¡Carajo! —exclamó en voz baja y se dejó caer a mi lado.
    —¿Qué ocurre? —pregunté, sintiendo que una puntada atravesaba mi hombro herido.
    —Dudo que sea un simple lugar de entretención. Allí adentro hay un par de tipos con todo un arsenal a cuesta.
    —¡Entremos y les damos duro!
    —No con esto —dijo Solís indicando la pistola que portaba—. Dame unos minutos para recoger la artillería.
    Contesté afirmativamente y lo vi desaparecer por el sendero que habíamos recorrido anteriormente. Los minutos se hicieron lentos, nerviosos como novia virgen. Del otro lado de la puerta llegaban las voces de los hombres y un poco más lejana se oía la música del cabaré; una canción de Lionel Richie que seguramente serviría de acompañamiento para el lento desnudo de una morena de carne dura y apetecible.
    Dagoberto regresó con una escopeta, tres cajas de cartuchos y una bolsa plástica, de supermercado, con dos botellas vacías en su interior. Me entregó la escopeta y caminó hasta un vehículo que se hallaba estacionado cerca de donde nos encontrábamos. Oí un golpe seco y enseguida el sonido sistemático de un líquido que goteaba sobre la tierra.
    —Llené las botellas con bencina —dijo al volver a mi lado.
    —Ahora podemos entrar —dije, devolviéndole su escopeta.
    Lancé mi cuerpo contra la puerta y caí a un piso de madera, sin poder evitar que el hombro herido aguantase el peso de mi cuerpo. Sobre mi cabeza escuché un estampido y vi cómo, unos metros más adelante, un tipo se llevó sus manos al rostro y se fue de bruces al suelo. El segundo guardián intentó reaccionar, pero fue demasiado lento y no pudo detener la arremetida de Solís que, sin asco, hundió la culata de su escopeta en la cabeza del matón.

    Quedamos en medio de un pasillo que comunicaba al resto de la construcción a través de dos puertas. Elegimos la que estaba a nuestra derecha y nos internamos por otro pasillo, más estrecho y oscuro, que terminaba en una habitación amplia y gélida. No había nadie en ella y todo su amoblado lo comprendían un par de sillas, una lámpara que colgaba del techo y una armazón metálica similar a un catre abandonado.
    —Los cabrones usan este sitio para interrogar a sus víctimas —dije a Solís mientras buscaba en su bolsa una de las botellas con bencina. Desparramé el contenido por el suelo y cuando la mancha líquida cubrió gran parte de la losa grisácea, prendí un fósforo.
    Las llamas surgieron incontrolables. Rehicimos el camino y poco antes de llegar a la puerta anteriormente descartada, esta se abrió y asomó su cabeza un hombre que, al ver las llamas, lanzó un grito que duró el tiempo que la bala disparada por Dagoberto demoró en llegar a su garganta. Salté por sobre el cuerpo del extraño y avancé hasta la puerta con la intención de cruzarla. Una ráfaga en sentido contrario me hizo cambiar de idea y busqué el refugio del suelo. Recién en ese momento sentí que un hilillo de sangre escurría por mi frente.
    —Tienes un rasguño —dijo Solís a mi lado, con su voz entrecortada por la agitación de su última carrera.
    —El plomo pasó cerca, pero no duele. Lo importante es que ya los pusimos sobre aviso.
    —Y estamos entre dos fuegos. Nos abrimos paso o las llamas nos atrapan.
    —No hay mucho para escoger.
    —Les daré algo en qué pensar —agregó Dagoberto, al tiempo que sacaba de la bolsa la segunda botella de combustible. Luego, tomó el pañuelo que llevaba en su chaqueta y lo introdujo en el gollete de la botella. En su mano derecha apareció un encendedor y con él encendió la improvisada mecha. Esperó a que el fuego tomara cuerpo y enseguida lanzó la botella hacia el salón principal del cabaré. Oímos el estruendo, los gritos histéricos de las copetineras y sin demora entramos al salón, disparando hacia blancos que solo podíamos imaginar.
    El escenario en el que unos minutos atrás bailaban las mujeres estaba convertido en una pira, y en un rincón del salón, Maragaño y cuatro de sus hombres se protegían al amparo de unas mesas. A pesar de las llamas y el humo, logré ver una sombra que se alejaba de las mesas. Disparé calculando la velocidad de su desplazamiento, y se escuchó un grito seguido de varios disparos que buscaron sin fortuna mi cuerpo.
    El fuego progresaba a nuestras espaldas y por eso pedí a Dagoberto que me cubriera mientras intentaba cruzar las ávidas lenguas rojas. Por unos segundos sentí un ardor profundo en la piel. Unas balas impactaron cerca de mis piernas y para no dar otra oportunidad a mis enemigos, busqué refugio tras una tarima. Llamé a Dagoberto y este, con alguna dificultad, cruzó la cortina ardiente. Lo habían herido en un codo y su brazo derecho oscilaba como un péndulo. El cabaré era un infierno. A Maragaño le quedaban tres hombres y creyéndose en inferioridad de fuerzas, decidió huir en dirección a la puerta de salida. Con Solís disparamos con entusiasmo hacia los blancos móviles. Uno de los matones trastabilló y se fue al suelo. Maragaño pudo avanzar algunos metros antes de caer de rodillas, frente a un espejo. La bala disparada por Dagoberto le había atravesado la pierna izquierda. Corrí a su lado para ver su rostro de perdedor. Sin la protección de sus hombres no era nadie. Solo un gordinflón que se retorcía como gusano. Cuando iba a rematarlo me retuvo la mano de Solís.
    —Heredia, no es necesario —dijo.
    —¿Me aseguras que afuera lo van a juzgar; que no va a existir un juez maraco que lo libere?
    Solís no respondió. Bajó la mirada hasta encontrar los restos chamuscados de una alfombra y a paso lento salió del cabaré.
    Las balas impactaron a un costado de la nariz de Maragaño. Por un momento pareció que volvía a ponerse de pie, pero enseguida, lo que podía quedar de su cabeza rebotó contra el suelo. Guardé mi arma y salí al encuentro de Solís. Lo hallé sentado en su auto, con la cabeza apoyada en el volante. Me senté a su lado para contemplar el cabaré en llamas. Algunas copetineras semidesnudas observaban el espectáculo sin atreverse a huir. Se oyeron unas sirenas y en unos pocos minutos el lugar se llenó de ambulancias, radiopatrullas y carros de bomberos.
    A Dagoberto lo pusieron en una ambulancia. Me despedí de él augurándole una larga licencia médica, y enseguida regresé a mi oficina, donde comprobé que mi herida en el hombro no tenía mayor importancia. Me di una ducha, cubrí mi cuerpo con ropas limpias y estuve un largo rato frente al espejo, hasta que mi rostro recuperó su aspecto tranquilo de costumbre.
    Todo había terminado y solo me quedaba llamar a Marcela Rojas para contarle el final de la historia.
    Salí a la calle y me puse a caminar en dirección al «Zíngaro». Era tiempo de emborracharme y no pensar en nada más.
    —Afuera hace mucho frío, señor Heredia —me dijo Juanito a manera de saludo.
    —Ideal para buscar el refugio de un buen trago —respondí, al tiempo que pensaba que serían tres o cuatro, y que después, tal vez iría al encuentro de Andrea.
    La ciudad estaba triste. Vacié la primera copa y pedí que me sirvieran otra.
    —Es de esperar que la mala racha pase pronto —comentó el mozo.
    —Vendrán tiempos mejores —le dije, y miré hacia la calle.
    Comenzaba a llover en la ciudad.

La ciudad está tristeWhere stories live. Discover now