XCIII Nuevos planes

Comenzar desde el principio
                                    

Se sentó en su escritorio. Una nalga quedó sobre el teclado. Tendría que conseguir uno nuevo y hacer desinfectar todo el mueble.

—Vine a invitarte a almorzar. —Puso su pie sobre el trono de Vlad, rozándole la pierna con los dedos que se asomaban por entre las tiritas de sus sandalias.

Su cuerpo soñado no era perfecto, no. Ella tenía el dedo índice del pie más largo que el pulgar. Recordaba que hubo un tiempo en que aquello le gustaba, y disfrutaba mirarle los pies, morderle los dedos, chuparlos. Así era cuando la amaba y creía que ella lo amaba a él. Se sacudió en un escalofrío. Hizo esfuerzos por contener las náuseas y lucir fascinado por ella y sus repugnantes pies de pesadilla.

—Más bien, vine para que tú me invites —corrigió ella, guiñándole un ojo.

Por supuesto que sí, si lo único que quería de él era su dinero. Y pensar que antes aquel simple gesto bastaba para empezar a ponerlo duro y para que él no escatimara en poner todo el mundo a sus pies deformes. Ahora le parecía sumamente forzado e insignificante. El Vlad del pasado era realmente estúpido su caía con eso. Sí, era mejor creer que había sido un idiota y no un hombre roto, desesperado por algo de afecto.

—Aunque… yo tengo hambre de algo más que comida —agregó ella.

Levantó la otra pierna, permitiéndole una vista privilegiada de su escasa y traslúcida ropa interior, que dejaba muy poco a la imaginación. Ni se comparaban en encanto con las pantaletas que Sam se ponía con las costuras por fuera.

—Yo no —dijo Vlad, levantándose de un brinco y cogiéndola de la mano—. Vayamos rápido a un restaurante, tengo una reunión pronto.

En su empresa él tenía el control, eso era cierto, pero así como Elisa se enteraba de las operaciones de sus padres, ellos tenían formas de enterarse de las suyas. Ellos tenían ojos y oídos por doquier. Dejó su edificio sin soltar la mano de Antonella, viéndose muy cariñoso con ella. Sus atónitos empleados creyeron que había ocurrido un milagro y temieron que se les viniera el fin de los tiempos. Algunos se persignaron, otros se quedaron pensando si la mujer era realmente una. La duda no los dejaría trabajar tranquilos.

Vlad llevó a Antonella directo al restaurante favorito de Anya. Un lugar sumamente distinguido, frecuentado por la crema y nata de la sociedad, en otras palabras, muchas amigas de su madre. Quién sabía, tal vez esa podía ser la última cena de su ex amante.

〜✿〜


Sam terminó de trabajar creando álbumes de fotografías digitales y salió de su cuarto para despejarse. Despejarse tanto como se lo permitiera la mansión Sarkov y sus pasillos laberínticos. A pocos metros de la escalera del segundo piso estaba el despacho de Anya. La puerta entreabierta le permitió oír movimiento en su interior. Se escabulló a hurtadillas.

—Sam, querida ¿Eres tú?

La mujer y sus oídos infernales la detuvieron cuando ya había bajado tres peldaños. Se devolvió y fue con ella. Adentro todo era un lío, con archivadores y carpetas arrumbados sobre el escritorio y los cajones de los muebles a medio cerrar.

—¿Quiere que la ayude a ordenar?

—Claro que no, Sam. Para eso está el personal de servicio. Ven aquí, siéntate conmigo. —Fue hasta el sillón, una exquisita pieza de la época isabelina.

Sam había visto uno similar en retratos antiguas. Observó por instantes a la mujer, con su traje de dos piezas de diseñador, su peinado de estilista y su maquillaje profesional, sentada con la elegancia de una fina modelo de alta costura, donde hasta el más pequeño de sus dedos estaba donde debía, haciendo lo que debía. Sintió unos deseos incontenibles de fotografiarla, de capturar su belleza y perfección para siempre. Le parecía una mujer increíble, un disfraz que no dejaba de sorprenderla mientras se hundía en las oscuras profundidades de lo que ocultaba con tanta habilidad. Ser Anya Sarkov debía ser terriblemente agotador.

Prisionera de Vlad SarkovDonde viven las historias. Descúbrelo ahora