XXXI Derechos humanos

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Sábado, mediodía. Habían pasado diez minutos desde que Vlad le dijera a Samantha que saldrían. “¿A dónde?”, había preguntado ella, con su expresión de cervatillo en la carretera frente a un camión maderero a toda velocidad. “Ya lo sabrás”, dijo él, con su expresión de demonio sensual recién salido del averno.

En cuanto su trasero tocó el asiento del auto, Sam se puso el cinturón de inmediato. No lo usaba cuando ocurrió el accidente, Julian tampoco porque habían decidido que era más urgente besarse primero. El ángel que podría haberla salvado ya no estaba y ahora ni siquiera sabía si saldría con vida de la salida con su jefe. No recordaba haberlo hecho enfadar. Últimamente lo dejaba hacerle lo que quisiera y, si eso no bastaba para mantenerlo sereno, ya no sabría qué más hacer.

—Relájate ¿Por qué estás tan nerviosa? ¿Has hecho algo malo?

Ella negó más de la cuenta. Vlad arqueó una ceja, mirando por su ventanilla. El lujoso auto negro se deslizaba silenciosamente por las transitadas calles de la ciudad. Samantha se alegró de ver que se dirigían hacia el centro y no a los solitarios suburbios, con sus callejones oscuros y bodegas aisladas, donde nadie escucharía sus gritos. Mientras hubiera mucha gente alrededor, estaría a salvo.

El auto se detuvo en la entrada de un restaurante.

—Es un lindo día para comer fuera —dijo Vlad, sonriendo maliciosamente.

Tanto misterio por un almuerzo. Samantha había envejecido cinco años en el trayecto al distinguido restaurante donde almorzarían. La paranoia le había pegado con fuerza desde que comenzara a trabajar con los Sarkovs. Agradecía ser buena controlando el estrés, así la habían criado sus padres. Jamás la habían consentido, ni por ser hija única. De pequeña tuvo responsabilidades y aprendió a hacer frente a sus problemas sin ayuda. Que la olvidaran en un bosque durante las vacaciones a los diez años le había servido para toda la vida. Había aprendido a no rendirse, y a no temerle a las criaturas que vivían en la oscuridad.

Tomó asiento junto a Vlad en la fina mesa redonda en una esquina del segundo piso del restaurante. Había otras cuatro personas allí, lo suficientemente lejos como para que no oyeran su conversación.

—¿En qué piensas, Sam? Tienes esa mirada acusadora. Si vas a decir algo, dilo.

—No entiendo por qué me invitó a comer. No tengo mucha experiencia en esto de ser sirvienta, pero sé que no es usual que los jefes las inviten a comer. Son... de mundos diferentes.

—Eso es muy clasista de tu parte, Sam. Los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos, es algo básico.

¡Qué cinismo el suyo! ¡Qué cara más dura era la que tenía Vlad Sarkov! Decir aquello cuando ella era su esclava sólo hablaba de lo oscura que era su alma, pues obraba con completa consciencia de lo perversos que eran sus actos. No era un loco, era puramente malvado y vil, un ser humano siniestro y maligno.

—Entonces ¿Qué hay de mis derechos humanos?

—Han sido hipotecados, Sam. Hasta que pagues la deuda.

—¿No cree que es injusto?

—No tienes nada más para darme.

—Le dije que conseguiría otro trabajo para poder pagarle, pero usted no lo aceptó.

—No necesito que me pagues en el futuro, sino ahora, así como lo estás haciendo. Además, te ahorras los intereses.

¡Intereses! Si ya suponía que le faltaría vida para pagar la deuda, al agregar intereses tendría que reencarnar varias veces para poder terminar de pagarla.

—Pero…

—No, Sam. No vinimos aquí para hablar de trabajo. Es una salida de placer.

¡Eso también era trabajo!

Se sobresaltó ante tal pensamiento. No era así, claro que no. Ella no sentía placer cuando Vlad la usaba para sus desahogos sexuales, no era placentero dejarlo hacerle todo lo que cruzara por su morbosa y sádica mente, no señor. Y si había tenido unos cuantos orgasmos no era porque lo disfrutara, por supuesto que no. Era como las cosquillas. Si te hacían cosquillas, te reías aunque estuvieras triste, así mismo era. Estaba segura de eso.

—¿Placer? —preguntó, temerosa.

Vlad sonrió, mirando a alguien que se acercaba por detrás. Sam se volvió a ver.

—Hola, lamento la tardanza. Había un atasco vehicular espantoso.

Evan Müller, ataviado con camisa y pantalón de vestir llegaba raudo, con su cabello claro al viento y una estela de fragancia costosa y exclusiva. Tenía un sweater sobre los hombros y de las mangas anudadas bajo su cuello colgaban unas gafas oscuras. Se sentó con ellos, con su sonrisa de galán de cine.

—Llegas justo a tiempo, Evan —dijo Vlad, sin quitarle de encima la mirada a Samantha—. Justo estábamos hablando de ti.

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¿Qué planeará la perversa mente de Vlad? 😈

¡Gracias por leer!

Prisionera de Vlad SarkovWhere stories live. Discover now