Intenté prestar atención al documental y a las explicaciones de la profesora, pero el día ya comenzaba a pesar y empezaba a adormilarme. Isabella tuvo que darme unos golpes en el brazo para lograr que me mantuviese despierta. Si seguía así, no sabría cómo lograría llegar al fin de semana. Quizás necesitase una dosis triple de café.

Hasta que en mitad de la clase, sentí un pequeño pinchazo en la espalda.

Durante unos segundos pensé que lo había imaginado, pero el pinchazo volvió a repetirse. Cuando me volví, encontré a Jax DeLuca inclinado sobre el pupitre, con un lapicero en la mano y su maldita sonrisa de petulante.

—¿Qué? —Susurré, rezando para que la señora Anderson no se diera cuenta.

—Necesito hablar contigo.

Sí, claro.

Le ignoré y volví a centrar mi atención en el documental o, al menos, a intentarlo. Pero Jax no me dejó. Volvió a picarme con el lápiz, crispando mis nervios.

—Párate —le exigí, girándome otra vez durante unos segundos.

Intenté mantenerme firme el máximo tiempo posible, pero los pinchazos de Jax cada vez eran más insistentes, y mis nervios más extremos.

Cuando lo clavó entre la columna y la escápula, causándome dolor, fue demasiado. Sin importarme ya nada y perdiendo la paciencia, me volví hacia él, prácticamente poniéndome de pies, y exclamé:

—¿Puedes dejarme en paz de una vez, maldito idiota?

Jax se quedó quieto con el bolígrafo en la mano. A pesar de las tinieblas en las que nos encontrábamos por la película, por primera vez en mi vida pude apreciar su expresión sorprendida, sin rastro de aquella sonrisa burlona.

Antes de que reaccionara, o de que la profesora dijese algo, escuché la voz de uno de mis compañeros decir:

—¡Siempre puedes matarlo!

Y acto seguido, todos comenzaron a reírse.

Mientras la señora Anderson paraba el documental y mandaba callar a todos yo volví a sentarme bien en mi silla, con los brazos cruzados y actitud derrotada. En realidad, me lo merecía. Por aquella maldita equivocación. Por gritar a Jax en medio de clase. Por todo.

Afortunadamente la profesora no me riñó, y pude salir de la clase con el ego derrotado pero el expediente limpio. Estaba conversando con Isabella sobre nuestros posibles planes a la tarde, cuando Jax nos alcanzó.

—¡Piojosa, espera! —Me llamó.

¿Es que ese chico era idiota, o qué?

—Olivia —exclamé, volviéndome hacia él—. Me llamo Olivia.

Sin hacerme caso, e ignorando completamente a mi amiga ,que seguía a nuestro lado, o al resto de alumnos que caminaban cerca, continuó hablando.

—No trataba de molestarte, piojosa, sino de hablar contigo.

Tomé aire despacio, y decidí ser más razonable de lo que había sido en clase. Al menos lo intentaría, porque si en todo el instituto no había mostrado el menor interés por mí, no encontraba una razón válida para que cambiase de opinión de un día a otro.

—¿Y hablar sobre qué? —Pregunté—. ¿Qué tenemos tu y yo que hablar ahora que no hayamos podido hablar en los últimos cinco años?

A mi lado noté como Isabella asentía, apoyándome. Sentí la tentación de tomar su mano y apretarla con fuerza.

Sin embargo me concentré en Jax y en su mirada. Volvía a estar cerca de mí, aunque no tanto como el día anterior. Esta vez sus ojos parecían más castaños, pero también continuaban siendo verdes.

Una Perfecta Equivocación © YA EN LIBRERÍASWhere stories live. Discover now