Capítulo 1 - Darek

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Al mirar por la ventana, el sol me golpeó en los ojos. A pesar del frío y de la nieve hacía un día estupendo, donde los rayos de sol parecían acariciarme. Desde mi habitación podía observar el Bosque de Louredal, un paraíso inmenso y frondoso para los amantes de la naturaleza. Podía ver también el pequeño patio trasero de nuestra casa, donde solíamos almacenar leña y cultivar algunas semillas cuando comenzaba Candena, la Época de la Floración. Mi madre era la que más disfrutaba con las plantas, podía pasarse horas arreglando el jardín o recolectando frutos para después hacernos unos postres exquisitos con ellos, juntando así dos de sus pasiones, la jardinería y la repostería.

—Darek, ¿puedes hacerme caso? —preguntó mi hermana fingiendo estar molesta—. Parece que tienes la cabeza en otra parte y hay mucho por hacer.

Miré a Emma con una sonrisa. A pesar de tener quince años era muy capaz de tomar las riendas en las situaciones que lo requerían y eso era algo que me enorgullecía como hermano mayor. En los últimos meses había entrado en un proceso de rebelión consigo misma y con los demás y, aunque a veces me entraban ganas de matarla, sabía que era lo mejor que le podía pasar. Al fin y al cabo yo también había pasado por eso, yo también quise que todo fuera diferente. Y seguía queriéndolo.

Emma se recogió el pelo en una trenza, dejando libres algunos mechones rojizos del flequillo. Era la única que tenía ese color de cabello, heredado de nuestra abuela paterna. Mi madre y yo teníamos el pelo negro como el tizón, como mi padre antes de que se le volviera de un tono ceniza. Si había un rasgo que predominaba en nuestra familia era el color grisáceo en los ojos; me preguntaba si Guillaume lo tendría también.

—Vamos a mover la cuna hacia esta pared—dije agarrándola por un extremo, esperando a que Emma la cogiera por el otro.

Desplazamos la cuna hacia el lugar donde yo había estado previamente colocado, al lado de la ventana. Estaba muy emocionado por el nacimiento de Guillaume, por tener un nuevo hermanito y por poder enseñarle cómo vivir en aquel mundo tan caótico, aunque sabía que se acercaban unos meses de dormir poco, especialmente si tenía en cuenta que él iba a dormir conmigo y con Emma.

En realidad, ni siquiera sabíamos con certeza si la vida que se estaba gestando en el vientre de mi madre era la de un futuro hombre. Ella siempre había querido tener otro hijo, al igual que mi padre, que bromeaba continuamente con la falta de varones en el mundo. Este entusiasmo por tener un hijo del sexo masculino condujo a mi madre al templo de Brende, donde le realizó una ofrenda especial a cada una de las personificaciones de los elementos de la naturaleza. Sin embargo, su mayor interés era tener un rato de oración con Silvorela, la madre de todos los elementos y la protagonista del templo, cuyo altar se encontraba en el centro de la nave principal. Mi madre le pidió como deseo que la vida que iba a traer al mundo fuera la de un niño, un niño que creciera sano y fuerte. Ella estaba tan convencida de que al final sería así que decidimos bautizar al bebé como Guillaume, cuyo significado era una mezcla entre voluntad y protección.

Cuando terminamos de ordenar la habitación para que estuviera perfecta para la llegada de Guillaume, Emma y yo fuimos al salón, donde se estaba dando una cómica escena: mi madre intentando levantarse del sofá con todas sus fuerzas pero siendo incapaz porque su tripa era casi más grande que ella.

—Espera mamá, que te ayudo—dije mientras me acercaba a ella. La sujeté por debajo de la axila derecha y con el otro brazo empujé su espalda para que se pudiera incorporar mejor.

—Muchas gracias, Darek—respondió, dándome un beso en la mejilla.

Salimos los tres al patio delantero de la casa, donde había una mesa de madera acompañada de cuatro sillas. Durante el resto del año había un pequeño jardín y muchas flores cubriendo la fachada, pero con la nieve no quedaba ni rastro de ellas. Ahora la pared de piedra se encontraba vacía, aunque seguía habiendo pájaros valientes que se posaban sobre el alféizar de la ventana.

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