V. TRAS EL VELO

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Amy iba a casarse por la mañana y partir el mismo día en barco para la luna de miel en París. Había querido a toda costa una gran boda. Pero su madre había exigido que se celebrase en la mayor intimidad, sintiendo seguramente que no tendría la fuerza ni el valor de comparecer. Aun así, la casa bullía de ajetreo la mañana de Navidad, e incluso la impasible Hannah parecía agitada. Las seis señoritas Carrol llenaron las dependencias, algunos amigos íntimos llegaron a la hora señalada. Elinor parecía haber renunciado a toda esperanza, y yo, habiendo hecho todo lo posible, decidí mantenerme a un lado y dejar que esta malograda familia resolviera su fortuna como quisiera.
Pero, cuando se acercaba la hora, Elinor empezó a inquietarse; todos mis esfuerzos por distraerla fallaron. La llevé al invernadero, donde ningún sonido podía alcanzarnos, y le estaba leyendo algo en voz alta cuando, de repente, golpeó sus manos y se puso de pie de un salto con una energía insólita. La miré, temiendo alguna crisis. Ella se quedó de pie, con los ojos clavados en la pequeña ventana, pero no había nadie allí, permanecía cerrada, tal como Harry la había dejado.
—¿Qué pasa? —pregunté. Durante unos minutos ella no contestó; luego, como si mi pregunta acabase de
llegar a su preocupada mente, contestó con una curiosa sonrisa:
—Se me acaba de ocurrir algo que nos divertirá a las dos. Usted nunca ha visto mi traje de novia. Voy a ponérmelo y a distraerme jugando a hacer de novia, ya que hoy no podré ver a la auténtica. Amy me prometió que me dejaría verla, pero parece que se le ha olvidado. No se mueva, que vuelvo en un momento. Fue a su habitación y oí cómo se movía apresuradamente, abriendo cajones,
sacando sedas y cantando para ella en voz baja. Todo aquello me inquietaba; pero, con la esperanza de que ella encontrara cierto placer en todo aquel delirio, la dejé a solas y esperé pacientemente. Antes de lo esperado, ella regresó tan cambiada que apenas la reconocí. Iba todo de blanco, con el brillo plateado de la seda bajo el encaje, un suntuoso velo en la cabeza, perlas en el cuello y los brazos, y un resplandor, una luminosidad en su rostro normalmente tan pálido, que la hacían muy hermosa.
—¿Lo ve, Kate?, yo debería haber tenido este aspecto. Yo no habría llevado flores de azahar; pues a Edward le gustaban más las rosas blancas. Él las iba a traer, pero nunca llegó tal día.
No tuve palabras para responderle; me temblaban los labios y tenía los ojos
empapados. Ella comprendió mi compasión, la aflicción que hacía que mi corazón sufriera por ella y, rodeando mi cuello con su brazo, con el mismo tono tranquilo, dijo:
—No sufra por mí, querida; los malos tiempos ya pasaron. Aun así, toda la
amargura regresa hoy, y se hace duro, muy duro que Amy vaya a ser feliz y yo no. ¡Oh!, bueno, ya llegará mi turno en el más allá, en un mundo donde no hay unión ni cesión en el matrimonio.
Se quedó en silencio durante un instante; luego, como para sí misma, dijo:
—Me pregunto si ya habrá terminado… ¡Cómo me gustaría verlos a todos!
—Ojalá fuera posible; pero cuando le pregunté al doctor Shirley, ya sabes que él me contestó que, sin suda, era mejor que no —le contesté.
—Él tiene razón, lo reconozco. Pero desearía ver a mi padre; él va a venir, Harry me lo dijo. Pero él no acudirá a verme: tiene miedo de mí, y da igual lo bien que me encuentre; por eso nunca se lo pido. Somos una familia extraña y triste; y lo más triste de hoy es que yo no pueda ver casarse a mi única hermana…
—Te lo contarán, querida, y pronto subirá Amy para despedirse.
—Ella se olvidará de mí; nadie me contará nada puesto que Harry no está ahí y Augustine nunca habla de cosas mundanas. Desearía que bajase usted y lo viera por mí, por favor, Kate; tan solo un vistazo con sus amables ojos y me daré por satisfecha.
—Imposible; no voy vestida para bajar; no hay sitio para mí; no me pidieron
que…
Entonces ella me interrumpió con entusiasmo:
—¡Eso no importa! Puede usted ver sin que la vean. Oí a Jane decirle a Hannah
desde dónde iba a asomarse ella. En el pequeño pasillo, a los pies de la escalera de servicio, que llega hasta el armario con libros; tan solo hay una cortina entre él y la salita, y puede usted mirar desde allí sin que la vean. ¡Oh, Kate, sea buena! Vaya, deprisa; vea todo lo que pueda y luego vuelva y hágame feliz por un día.
Tan insistente fue, y tan fuerte era mi deseo, también, que no tardé en ceder y, tras avisar a Hannah, corrí abajo a compartir el escondite de Jane. De pie, detrás de la cortina a medio echar, pude ver una magnífica escena, pues era magnífica, a pesar de que las grandes salas no estuvieran llenas.
El sol invernal se colaba entre los distintos corros, tan radiante como si fuera la boda más feliz de todos los tiempos. Sin embargo, en muchos de los rostros podía verse una sombra que hacía de sus sonrisas una mueca. La señora Carruth mostraba su lado más señorial y templado, aunque en
su hermoso rostro podían verse grabadas las marcas producidas por el sufrimiento y entre sus oscuros cabellos asomaran muchas hebras grises. Cuando sus deberes como
anfitriona se lo permitían, siempre se detenía cerca de un hombre de aspecto
enfermizo y con el pelo blanco, que se hundía en su silla como si estuviera ansioso por escapar de las miradas. Lo observé con atención y, por su parecido con Augustine, supe que debía tratarse del señor Carruth. La frase de Harry: «lamentablemente débil», lo describía a la perfección. Tenía el aspecto de un hombre a quien las circunstancias han dejado sin esperanza, fuerza ni felicidad. La capacidad de temer parecía ser lo único que le quedaba y, mientras su mirada furtiva iba de rostro en rostro, parecía encogerse y hacerse cada vez más pequeño, como si solo recabase desdén y condena en todas partes. Pocos se dirigían a él después del primer saludo, y él permanecía sentado, algo apartado, más como un huésped inoportuno que como el señor de la casa. Hacía tiempo que deseaba yo saber algo de él, aunque nunca les había preguntado a los sirvientes y tan solo había deducido algunas cosas
por lo que la familia me había contado; entonces me aventuré a preguntarle a Jane si se trataba de él.
—Sí, señorita, y tiene un aspecto horrible. Siempre está enfermo; el doctor dice que tiene los nervios fatal y que lo único que puede restablecerlo es el descanso y la tranquilidad. No soporta el ruido de la ciudad ni las celebraciones mundanas en la casa, así que vive en su casa de campo, a un par de kilómetros o así. El señor Augustine se queda a veces con él ya que es tan aficionado a la tranquilidad como su
padre, y el señor Steele lo vigila todo en los dos sitios.
Cuando dijo su nombre, mi mirada errante fue a parar a Steele, y no presté más atención a aquellos chismorreos. No lo había visto desde nuestro último encuentro, y algo en su rostro y en su comportamiento captó mi atención. Estaba cambiado, aunque me resultaba difícil definir en qué.
Normalmente, era vivaz y resuelto, pero ahora parecía apático. Su fuego parecía haberse extinguido; hasta su aire despectivo había desaparecido, y contemplaba la escena con aire ausente, como si no tuviera interés en ella.
Cuando lo vi, las tres hijas más jóvenes y románticas de los Carruth lo estaban acorralando, todas hablándole a la vez, y todas rogándole que escogiera de uno de sus ramos una flor para el ojal. Su rostro pareció despertar un poco al ver las tres pirámides floridas ante sí.
—Ni una sola rosa inglesa —le oí decir, pues estaban cerca y la clara voz de
Steele se elevaba con nitidez por encima del parloteo de las chicas.
—No, querido, pero hay heliotropos, que es mi favorita; ya sabe, tan dulce, y con una belleza tan grande. Escoja esa, señor Steele.
Él negó con la cabeza, y la sonrisa sarcástica apareció en sus labios cuando dijo:
—No, gracias; se marchita demasiado pronto; me gustan las flores duraderas. Ni el aroma, ni la belleza del heliotropo encajan conmigo, señorita Amelia.
—Las rosas no son duraderas, y estoy segura de que sus espinas acaban con el placer de su belleza.
—No con el mío. Cogeré entonces esta de aquí, si Fanny me deja.
—¿Por qué, señor Steele? No es gran cosa, solo un ramito de brezo blanco, sin aroma especial.
—Percibo un aroma muy dulce en ello —dijo, y, rechazando los ofrecimientos de aquellas manos enguantadas de blanco, se puso la flor de su gusto; sin embargo, apenas lo hubo hecho, se la quitó, la tiró y salió de la habitación.
Las tres jóvenes se quedaron mirándolo de reojo, intercambiaron algunos susurros de confidencia y salieron a flirtear con caballeros mejor dispuestos. Me puse a observar a Augustine, que estaba de pie detrás de la silla de su padre, con aspecto más monacal y melancólico que nunca. Ver a uno de los hermanos me hacía recordar al otro, y, sin apartar la vista, dije:
—¿Cómo está hoy el señor Harry, Jane?
No contestó, y, al girarme, vi que ella se había ido. Había un caballero de pie
detrás de mí, con una silla en la mano. La habitación estaba oscura, pero enseguida reconocí su voz.
—Siéntese, señorita Snow. El servicio es largo, y se cansará usted antes de que termine.
El tono era muy frío, pero más educado que nunca y, aliviada por lo pacífico del ánimo detectado, me senté y, tan relajadamente como si nada hubiese ocurrido entre nosotros, dije:
—Se lo agradezco… ¿Cómo ha sabido que estaba aquí, señor Steele?
—Vi la falda de su vestido por debajo de la cortina.
No hubo tiempo para más; un revuelo en la sala nos dejó mudos, y los dos nos
quedamos absortos en el espectáculo que teníamos ante nosotros. Recordando a Elinor tal y cual la había acabado de ver, era incapaz de considerar a Amy como una novia preciosa; y con tales malos presagios sobre su futuro, escuché las palabras que la unían a un hombre que amaba su fortuna por encima de ella.
El anillo había sido puesto, ya se habían pronunciado los votos y estaban sonando las últimas palabras de bendición de los labios del pastor, cuando, de pronto, el señor Carruth se levantó de la silla gritando y señaló hacia el salón, como si estuviera
paralizado por el terror. Steele lo vio primero y mientras el anciano se levantaba, el joven intuyó el peligro, retiró la cortina y salió, horrorizado, para ponerse ante Elinor.
Ella se había quitado el velo, pero todavía llevaba puesto el traje de novia.
Deteniéndose en el umbral de la puerta, levantó un brazo con un gesto de solemne advertencia, mientras su voz resonaba a través del repentino silencio.
—Esto no debe continuar. Protesto ante Dios, y declaro…
—¡Silencio! Es demasiado tarde… ¡Se han casado ya!
Era la voz de Steele, quien le había tapado la boca con la mano a la muchacha; con su fuerte brazo la detuvo e impidió que siguiera avanzando.
—Nunca es demasiado tarde para la verdad; padre, por el amor de Dios,
dígaselo…
Pero su ruego acabó ahí porque Steele la cogió en sus brazos y se la llevó,
mientras ella soltaba unos gritos que siguieron resonando mucho tiempo después.
La confusa visión de Augustine aguantando a su padre, la señora Carruth sentada como si se hubiese vuelto de piedra, Amy agarrándose a su esposo y las seis señoritas Carrol histéricas pasó ante mis ojos cuando subí corriendo las escaleras para ver
cómo Steele a duras penas intentaba evitar que Elinor lo hiriese a él y se hiriese a sí misma durante el frenético ataque de desesperación que la había embargado.
Afortunadamente, el doctor Shirley se encontraba entre los invitados, porque yo fui incapaz de calmarla y me vi obligada a dejarla a su cuidado, ayudado por Jane y Hannah. Steele me sacó entonces de la habitación y, cuando me dejé caer en una silla,
agotada tras la terrible escena, me trajo una jarra de agua, sin muestras de agitación, pero respirando deprisa y con un pequeño temblor en la mano que ofrecía el agua.
—Vaya a su habitación y descanse, usted no puede hacer ya nada aquí. Yo debo bajar, pues aquello es un caos…
Se fue, pero yo me quedé cerca de la pobre Elinor, por inútil que resultara.
Durante un rato hubo cierto ajetreo en la casa, pero poco a poco la agitación fue cesando y los invitados se marcharon, la familia se recuperó lo mejor que pudo y el frenesí de Elinor cesó bajo la influencia de un poderoso opiáceo. Me sorprendió mucho que Amy viniera a despedirse de mí y que dejase un mensaje desolado para su
hermana; y se marchó siendo la triste novia que merecía ser.
Cuando todo se hubo sosegado, supe por Hannah cómo se las había arreglado Elinor para escaparse. La mujer no había dejado su puesto, pero al ver que Elinor leía tranquilamente, la había dejado sin más. Habiéndose librado de nosotras dos, Elinor
había puesto el macetero bajo la ventana igual que había hecho antes Harry, y había escalado hasta la salita. Luego había pasado a través de las habitaciones desiertas hasta bajar al salón sin que la vieran. Su aspecto y sus extrañas palabras fueron
explicados a los sorprendidos invitados por la señora Carruth, quien tuvo que confesar la verdadera enfermedad de su hija, pero, como todos eran amigos, el asunto se zanjó todo lo bien que cabe esperar cuando hay tantas mujeres enteradas de lo que
hace al caso.
Elinor se levantó débil y desorientada y, durante varios días, estuvo en un estado lamentable. El doctor negó con la cabeza, como solo un doctor sabe hacerlo, Hannah predijo un nuevo ataque y Elinor pareció luchar contra él con todas las fuerzas que su
enfermiza mente le permitía.
—El viejo horror está regresando; siento que se va apoderando de mí; no deje que llegue, Kate, quédese conmigo, ayúdeme, manténgame sana y, si no puede, rece a Dios para que me muera.
Mientras hablaba, se agarraba a mí, como si yo hubiera podido salvarla, y Dios sabe que recé para que su tormento acabase. Me dediqué a ella en cuerpo y alma, y empecé a tener esperanzas de que aquel horror que la acechaba desapareciera, como la silenciosa melancolía vence la emoción salvaje. Yo me repartía entre ella y Harry, quien desconocía hasta qué punto esa vida de gran ansiedad la minaba. La señora Carruth lo sobrellevó muy bien durante un tiempo, pero la reacción llegó y se volvió hacia mí cual si yo fuera, como Harry me llamaba, el buen ángel de la casa. Me gustaba el apelativo y traté de merecérmelo, pues sentía que necesitaban algún espíritu benévolo que se opusiera al genio malvado.
Una tarde que fui al cuarto de la señora, me sorprendí al encontrarme con la mujer que había visto hacía tiempo con Steele. Yo había llamado a la puerta como siempre, una voz me había pedido que entrara y, al hacerlo, vi a la señora Carruth echada sobre la cama, pálida y ojerosa como un fantasma, mientras que esa persona,
lujosamente vestida y ostensiblemente perfumada, estaba sentada observándola con un rostro que aunaba exultación y lástima de una curiosa manera.
—Ha llegado su criada, madame, la dejo pues a su cargo. Mis felicitaciones a su marido, y espero que no olvide nuestra fiesta de Año Nuevo —dijo la dama, y, con mucha elegancia, se recogió los volantes de su vestido y se marchó.
—Lizette, que venga la señorita Snow.
—Aquí estoy.
La señora Carruth volvió la cabeza, me hizo un gesto y, cuando me acerqué hasta ella, puso su fría mano sobre la mía y sus ojos buscaron mi rostro con una tristeza que resultaba patética.
—Está usted enferma, ¿qué necesita? —le pregunté.
—Nada; a menudo estoy enferma, pero esta semana pasada ha sido demasiado
para mí, y todas mis fuerzas me han abandonado cuando más las necesitaba. ¿Me prestaría usted las suyas? —dijo ella.
—Con mucho gusto. ¿Pero qué puedo hacer por usted?
—¿Está Elinor lo suficientemente bien como para que la deje usted durante una hora o dos?
—Sí, está dormida.
—Muy bien, señorita Snow. Confío mucho en usted, y dado que Augustine está fuera y Harry enfermo, deseo pedirle que se encargue de una tarea algo delicada.
—Creo que el señor Steele está en casa, ¿no lo haría él mejor?
Su mano se cerró sobre la mía con nerviosismo, y en sus ojos asomó verdadero pavor; pero controló su voz, aunque era baja, como si quisiera evitar que la oyeran.
—No, prefiero no pedírselo a él. Lamento que esté en casa; Lizette dijo que había salido…
—Al subir, le oí pedir su caballo y hablar de ir a montar con el comandante Davenant.
La señora Carruth se quedó pensativa un momento, como decidiendo algo, y
luego habló con más firmeza.
—Dos veces por semana salgo para supervisar la otra casa, donde, como sabe, se encuentran mi esposo y mi hijo. Hoy no puedo ir, he intentado salir de la cama, pero me mareo al tratar de incorporarme. No obstante, de todos los días del año, es
importante que hoy vea al señor Carruth o le haga llegar un mensaje. Los criados no
son de fiar, usted sí, por eso me atrevo a pedirle que me haga este favor.
—Con gusto. ¿Salgo inmediatamente?
—Enseguida, pero tengo otra cosa que decirle, si bien con el señor Steele en casa resulta difícil, por sencillo que parezca. Señorita Snow, a estas alturas, usted probablemente ya sepa que él se interesa tanto en nuestros asuntos que sus intervenciones resultan a veces innecesarias. En ausencia del señor Carruth, él hace demasiadas cosas y, a menudo, me molesta su conducta. Si él se entera de que ha ido usted a la residencia de Los Alerces en mi lugar, me veré obligada a entrar en
explicaciones que prefiero evitar. No puedo esperar hasta que él salga; sus
movimientos son impredecibles, y el tiempo apremia. ¿Puede usted ponerse mi capa y mi sobrero y hacerse pasar por mí durante una hora?
La propuesta era tan peculiar y el asunto tan misterioso que vacilé. Ella se acercó mucho más, empezó a mostrar signos de inquietud y me susurró con sus labios pálidos:
—Dentro de unos días, un gran mal caerá sobre esta familia; ayúdenos en esta hora de necesidad y acceda a esta extraña solicitud al igual que se apiadaría usted de la criatura más triste que usted conociera.
—Lo haré, no tema, señora Carruth. Haré cualquier cosa que me pida, pero Steele me reconocerá si me encuentro con él.
—Deberemos correr el riesgo. Es usted de mi estatura y, en la penumbra, con un velo echado, pocos se darían cuenta de que es usted más delgada que yo. Usted puede imitar mis andares y, si se cruza con él, pasar a su lado en silencio, como hago yo a menudo. El carruaje se pidió hace media hora, así que por favor llame y dígale a John
que lo acerque hasta la entrada. Normalmente salgo de esa manera con mis paquetes. Ahí están, no son muchos; he estado demasiado enferma para pensar en nada.
Hablaba con un entusiasmo febril. Se medio incorporó y me indicó dónde estaban su capa y su sombrero mientras se sujetaba la cabeza.
Un criado contestó a mi llamada y, tras darle las órdenes, ella le dijo:
—Dígale a Lizette que voy a salir y que no la necesitaré durante varias horas.
Me puse enseguida una falda de seda para tapar la mía, pues Steele la habría
identificado al instante; me coloqué el manto de terciopelo, las pieles lujosas, el sombrero a la moda con sus plumas y, al dejar caer el velo sobre mi rostro,
presentaba, incluso a mis ojos, la figura de una segunda señora Carruth.
—El disfraz es mejor de lo que esperaba. Oscurece rápidamente y, una vez fuera de la casa, estará usted a salvo. Deje que le susurre el mensaje: dígale al señor Carruth o a Augustine que madame ha estado aquí, y que deben estar preparados para verla en Año Nuevo. Nada más, salvo la razón por la que no he podido ir. Ellos
entenderán lo del disfraz, y nadie se opondrá a que esté usted allí, salvo que Steele la haya seguido. No es probable que eso suceda; él acaba de llegar de Los Alerces y no regresará hoy. ¡Escuche, ahí está el carruaje! Vaya, que yo cerraré la puerta con llave
hasta que usted regrese; ahora me voy a descansar.
—Pero ¿y si alguien pregunta por mí y no me encuentra? —dije, deteniéndome a coger la pequeña cesta con exquisiteces para el enfermo.
—Pensarán que ha salido usted a dar un paseo.
—El señor Steele sabrá que no es así.
—¿Tan de cerca la observa?
Sentí que me subían los colores, pero el velo lo ocultó y respondí con serenidad:
—Sí; me molesta mucho. Sin embargo, si hoy está al acecho, como ya he
conseguido eludirlo un par de veces, se imaginará que lo he vuelto a hacer.
—Qué bondadosa es, Dios la bendiga —dijo, y, para mi sorpresa, la señora
Carruth, que se había levantado para cerrar la puerta tras de mí, me abrazó y me besó con ternura.
Emocionada, le devolví el abrazo pues, pese a todos sus defectos, era una buena mujer y la compadecía; luego, me centré en la tarea que tenía ante mí, bajé las escaleras y llegué hasta la entrada sin mayores percances.
Cuando John cerraba ya la puerta del carruaje, oí cómo Steele le preguntaba:
—¿Sabe dónde está la señorita Snow?
—Creo que ha salido, señor, es su hora.
Me sonreí para mí misma al oír la respuesta de John y me eché hacia atrás a disfrutar del lujo del cupé, la suave calidez de las pieles y la emoción de aquella misteriosa mascarada.
Al principio, me deleité con el paisaje invernal; hacía varios días que no salía, pero el ocaso se acercaba con rapidez y no tardé en ponerme a meditar.
Sospechaba que el señor Carruth había acrecentado su fortuna mediante alguna transacción fraudulenta, que Steele lo había descubierto y que ahora este gobernaba a la familia con la amenaza de revelarlo todo; pero por qué les exigió tal promesa y lo que se ocultaba detrás del mensaje de madame era algo que no alcazaba a imaginar.
El rápido paso de un jinete me despertó y, al mirar fuera, vi que habíamos dejado la ciudad atrás. Ahora la carretera serpenteaba por lo que parecía ser un parque privado,
y supuse que mi viaje estaba llegando a su fin.
Tenía razón; pronto empezaron a parpadear luces a través de los árboles sin hojas y, girando hacia una avenida, el carruaje llegó hasta una casa que se elevaba oscura contra el cielo brumoso.
Deseaba llegar hasta el señor Carruth pasando lo más inadvertida posible, así que entré sin llamar. Había un criado leyendo en la entrada; era un hombre corpulento, con una actitud servicial y una cara patibularia.
—Deseo ver al señor Carruth.
—Lo siento mucho, señora, pero ha salido —me contestó el hombre, con una mirada inquisitiva.
—Me refiero al anciano señor Carruth.
—Precisamente, señora; ha salido.
—Creía que apenas salía… y nunca por la noche.
—Sí, señora, es muy poco frecuente que lo haga, pero asuntos importantes lo requerían en la ciudad y aún no ha regresado.
—Entonces veré al señor Augustine.
—Se fue con su padre, señora; el señor nunca sale sin su hijo.
No estaba preparada para esta circunstancia y me detuve a pensar. El hombre se frotaba las manos y, de pie, con una actitud de respetuosa atención, seguía observando mi rostro oculto tras el velo.
—Si los espero, ¿cree usted que podré verlos? —pregunté, reacia a irme sin haber realizado mi cometido.
—Me temo que no volverán esta noche, señora. Ya es muy tarde, y el señor no
querrá viajar; además, hace frío y está muy delicado, ya sabe.
—Lo lamento mucho. No obstante, si es usted tan amable, dele esto de parte de la señora Carruth.
—¿Algún mensaje con la cesta, señora? —preguntó el hombre mientras cogía la cesta.
—No —contesté, sin atreverme a dejar la nota, por miedo a que la cosa fuese
peor.
—¿A quién debo mencionar, señora?
—No es necesario dar ningún nombre.
Sintiéndome decepcionada yo misma, me consolé decepcionándolo a él; no me agradaban sus modales. Regresé al carruaje y partí de vuelta, con la impresión de haber escuchado una risita cuando la puerta se había cerrado tras de mí. No habíamos
llegado muy lejos y el carruaje bajaba despacio por una colina, cuando la puerta del cupé se abrió silenciosamente y alguien se sentó a mi lado. «Steele», pensé, pero no era un hombre y, con la tenue luz que había, vi a una chica misteriosa, con aspecto de extranjera, de pelo castaño, joven y guapa, pero con aire decidido, que me inquietó más que su súbita intrusión. Al instante, empezó a hablar, con seriedad, pero respetuosamente:
—Tranquila, señora Carruth, no le haré ningún daño. Tengo mucho que decirle y solo he podido acceder a usted de esta manera, pues me vigilan.
—¿Quién es usted? —pregunté, con tono bastante firme después del susto inicial, pues sentía que podía hacer frente a cualquier cosa que tuviera apariencia femenina.
—Me llamo Marie Grahn.
—¿Y qué tiene que decirme?
—Que la señora Carruth está muerta.
Exhaló las palabras de manera aguda en mi oído, con un fuerte énfasis en la
palabra «está».
—¿Qué quiere usted decir? Primero me llama señora Carruth, y ahora me dice
que ella está muerta.
—Quiero decir lo que le digo. Usted piensa que no conozco su secreto, pero le demostraré que sí. Usted cree que la madre de Robert está viva, que ella es madame Duval y que usted no es la legítima esposa del señor Carruth; él también lo cree así, pero yo conozco la verdad y he venido a contársela.
La cabeza me dio vueltas durante un minuto. Aquella era una solución al misterio tan distinta de la que esperaba que, al principio, me desconcertó. Pero me recompuse
rápidamente y, entendiendo el valor de tal descubrimiento para la familia, traté de aprovecharlo de la mejor manera posible.
—¿Cómo sabe usted que es verdad lo que afirma, jovencita?
—Lo averigüé. Déjeme que le cuente la historia lo más rápidamente que pueda, pues no hay tiempo que perder. ¿Le habló el señor Carruth de su primer matrimonio antes de la llegada de madame Duval?
—No.
—No era probable que lo hiciera, ni tampoco que dijese toda la verdad cuando lo obligaron a confesar. Su madre le hizo prometer que no se casaría nunca porque la locura está en la familia, pero, después de que ella muriera, faltó a su palabra y, estando en el extranjero, se casó con Thérèse, la hermana de madame. Ella era
hermosa, pero pobre, y tenía un carácter muy fuerte… Él no tardó en cansarse de ella; se arrepintió de haberse casado con aquella mujer de manera tan impulsiva y se marchó. Thérèse prometió que nunca lo perdonaría; nunca lo hizo y, antes de morir, le hizo prometer a su hermana que le diría a él que el hijo también había muerto. El señor Carruth nunca habló a sus amigos de aquel matrimonio, y muy pocos en la
pequeña ciudad francesa sabían que Steele no era su verdadero nombre, así que cuando él se enteró de la muerte de Thérèse y del niño, pensó que estaba a salvo de todo. Madame cuidó de Robert, pero, como odiaba al padre, nunca le contó al niño quién era aquel, y le enseñó a odiarlo igual que ella. Hace alrededor de un año, madame se enteró, de algún modo, de que el señor Carruth se había vuelto a casar, tenía hijos y era muy rico. Ella es una mujer astuta y cruel, y solo le importan el
dinero y Robert. Ella pensó que Robert debía recuperar su apellido y sus derechos, por eso vino a América a reclamarlos. Le encantan las conspiraciones y se puso a trabajar en secreto. Se enteró de los problemas en la familia del señor Carruth, de que
él estaba enfermo y débil, mental y físicamente, y se convenció de que, a través del miedo, podría exprimirlo mucho. Si él reconocía a Robert, ella obtendría mucho menos que si concebía con su retorcida mente otro plan. El señor Carruth nunca había
vuelto a ver a madame, y no sabía que Thérèse tenía una hermana. Ellas se parecían mucho de jóvenes y, al hacerse mayor, Thérèse habría cambiado de un modo parecido al de madame, de modo que se presentó ante él y le dijo que era su esposa. Le dio tantas pruebas que él la creyó y, desesperado, le ofreció cualquier cosa a cambio de salvarla a usted y a sus hijos de la deshonra. Madame es precavida y, aunque no cedería nunca ante lo que considera sus derechos, le dijo que esperaría un poco y que
se mostraría generosa. El resto ya lo conoce usted.
—¿Y Steele se unió a esta conspiración?
—Al principio, él no sabía nada, y no fue hasta después de dar su gran golpe
cuando ella le contó que era el hijo del señor Carruth. A él no le gustó saberlo, pero ella sabía cómo trabajárselo. Ella se había portado bien con el joven, y él es agradecido; ella le enseñó a odiar a su padre; como él es vengativo, accedió a ayudarla y a devolver golpe por golpe. El plan había sido muy bien trazado y prosperó durante algún tiempo, hasta que vinimos nosotras a malograrlo. Thérèse murió de forma repentina entre extraños y, después de casi treinta años, cayó en el olvido, tal como pensaba madame, pues hizo averiguaciones y nadie del lugar
recordaba nada, así que se vio a salvo. Sin embargo, mi abuela no lo había olvidado, ella había amortajado el cadáver y se había enterado de algo por unos papeles que tenía consigo la muerta. Cuando mis padres murieron, vinimos aquí a vivir con mi hermano y, hace seis meses, por pura casualidad, mi abuela se encontró a madame.
Ella la conocía, porque madame había ido a recoger al niño cuando Thérèse murió. Unas pocas palabras le bastaron a madame para convencerse de que mi grand-mère podría traicionarla si se enteraba del complot; pues, aunque mi abuela solo conocía al
señor Carruth con el nombre de señor Steele, que es el nombre que figuraba en las cartas de Thérèse, ella sospecharía si Robert lo llamaba en algún momento padre.
Ellos estaban muy preocupados, pero grand-mère estaba sorda, era muy anciana y su salud empeoraba rápidamente, y pensaron que ella no los molestaría durante mucho tiempo, así que esperaron y nos vigilaron de cerca.
—Ahora entiendo por qué les arrancó la promesa, por qué Steele los vigilaba
tanto y por qué madame accedió a permanecer callada. Siga, siga, ¿cómo llegó usted a descubrir todo esto? —le pregunté casi sin aliento.
—Ah, eso es penoso de decir, pero lo haré. Seguiré su propio ejemplo y me
vengaré por todo lo que él me ha hecho sufrir —respondió, con un gesto apasionado, y sus ojos brillaron en la oscuridad.
—¿A quién se refiere?
—A Robert. ¿Cree usted que podía verlo yo tanto y no amarlo? Él era amable, yo no tenía más amigos, pensé que se preocupaba de mí, y yo era feliz hasta que llegó esa mujer.
—¿Qué mujer?
—Él la llama Kate, es la enfermera o institutriz de su hija, él la ama, y yo… ¡Yo los odio a los dos!
No era una situación agradable para mí y bendije el disfraz que me protegía, pues la chica hablaba con gran vehemencia meridional y tenía aspecto de poder vengar su injusticia con una presteza igual de meridional. Yo deseaba desviar sus pensamientos
y asegurar mi incógnito, así que le dije:
—¿Cómo me ha reconocido usted? Creo que nunca nos hemos visto.
—Lo vi a él montar una vez a caballo con usted; yo sabía que él iba a menudo a la casa que acaba usted de dejar, y la he visto a usted más de una vez cuando lo observaba a él, así que, cuando quise verla, supe dónde ir. No me atrevía a ir a su casa en la ciudad puesto que, desde de que llegó esa mujer, él siempre anda por allí.
—No me ha dicho usted cómo descubrió las intenciones de madame —le dije, sintiéndome ya más relajada.
—Cuando Robert empezó a ausentarse muchas veces y cambió tanto, me puse
nerviosa y le pregunté a madame. Ella vive con nosotras para vigilarnos, aunque nosotras creíamos que era muy amable por su parte llevarnos a una bonita casa fuera de la ciudad y que se hiciera cargo del pago del alquiler. Ella se rio de mí y no me dio
explicación alguna, así que yo también empecé a vigilar. A menudo, cuando ellos pensaban que yo dormía, escuchaba tras la puerta de madame y oía muchas cosas. Ellos pensaban que yo era una chica tonta, pero, al enamorarme, me volví una mujer celosa, y los engañé. Y oí hablar de esa tal Kate… Dígame, ¿es guapa?
—No mucho.
—¿Joven?
—Treinta años.
—Pero ¿es encantadora, inteligente, buena?
—No lo creo.
—Él sí. ¡Oh, Dios mío, cómo habla de ella! Podría haber golpeado la puerta
mientras escuchaba, pero no me atrevía a traicionarme por el bien de mi grand-mère.
—Será imposible ocultar lo que me ha contado, pero no debe usted temer nada, ninguna de ustedes sufrirá.
—Grand-mère está ya a salvo, y no me preocupa lo que pueda pasarme a mí.
Déjeme terminar, ya que debo irme. Yo no comprendía mucho de lo que oía, puesto que nunca supe nada de la historia de Steele; fui a ver a grand-mère buscando consuelo, y, cuando se lo conté, ella enseguida vio lo que tramaban. Ella se estaba
muriendo lentamente, pero su mente era lúcida; ella me lo contó todo y me hizo jurar que vendría y se lo diría a usted. Pero no lo hice hasta que ella estuvo a salvo, pues la ira de madame es feroz, y el alma de mi pobre abuela debía poder morir en paz. Ellos han estado esperando su muerte durante muchos meses; ella murió anoche y yo he venido hoy mismo.
—Debería usted de haber venido antes, cuando ella todavía vivía para poder
aportar las pruebas.
—No me atreví, pero cuando ella vio que quería protegerla, antes de morir me hizo escribir su historia delante de dos testigos. Este papel y mi testimonio serán suficientes para demostrar la traición de madame y, cuando todo se sepa, creo que el escándalo evitará que esa mujer se case con Robert, pues él dice que es tan orgullosa como encantadora. ¿Cree usted que ella se quiere casar con él?
—No, ella no lo ama, se lo aseguro. Ahora, dígame qué recompensa pide por esta revelación tan valiosa para mí…
—El dinero no puede comprar el corazón de Robert, y yo no quiero más que su corazón —dijo, y, sollozando, la chica se llevó las manos a la cara.
—Él no se merece sus lágrimas, Marie, deje que se marche y búsquese un hombre honesto que nunca la engañe.
—Él habría sido honesto si madame no lo hubiera echado a perder. Ella descuidó todo lo bueno que hay en él y alimentó todo lo malo. No es sorprendente que se haya convertido en lo que es. Yo pensé que podría salvarlo si lo amaba, pero esa mujer se
interpuso entre los dos; ella hará el trabajo y ella obtendrá la recompensa. Él se convertirá en cualquier cosa por ella. Anoche mismo le pidió a madame que abandonara su plan y que dejase que él la mantuviese, porque quería ganarse el aprecio de Kate con una acción justa.
—¿Y madame no accedió?
—Eso es. Dijo que lo había arriesgado todo por él y que, habiendo prometido
guardar el secreto, tenía que cumplir la promesa.
La chica dejó de llorar; decidida a lograr mi propósito, le pregunté con
nerviosismo:
—Ese papel, ¿lo ha traído usted?
—Tenía miedo de sacarlo de su escondite hasta estar segura de que podía ponerlo en sus manos. No podría haber salido esta noche si madame no hubiese estado fuera y Steele acechando a esa mujer. Pero el documento está a buen recaudo, con las personas que fueron los testigos, gente de confianza; y, si viene usted al puente mañana a las ocho de la tarde, trataré de reunirme con usted allí.
—Bien, iré. Pero, Marie, ¿qué será de usted ahora que su abuela ya no está?
—No lo sé ni me preocupa. Madame prometió hacerse cargo de mí, pero no
puedo quedarme con ella. Robert se ha alejado de mí, y yo no tengo ya deseos de vivir.
—Como no ha mencionado usted recompensa alguna, déjelo de mi cuenta, y mantenga el ánimo; y, mañana por la noche, la llevarán a un hogar seguro, mi pobre niña. Hasta entonces…
Antes de que yo pudiera terminar de hablar se fue, pues, al levantar la vista, vio que estábamos entrando en la ciudad y, sin mediar palabra, saltó hacia la oscuridad tan veloz y sigilosamente como había subido al carruaje, y me dejó sumida en una
agitación febril. Entré en la casa con rapidez pero la señora Carruth no apareció; al ver a Steele me acordé de mi personaje y, al pasar junto a él incliné la cabeza en silencio. Él estaba apoyado en la entrada de la sala de estar, con un color inusual en las mejillas y un aspecto animado que me hizo pensar que él también acababa de
llegar; rápidamente, me lo confirmó, cuando, al pasar junto a él, me saludó riendo.
—Buenas tardes, señorita Snow.
Me quedé sorprendida, pero conservé la dignidad, y continué como si se hubiera confundido en su saludo.
—Ella está al acecho —le oí decir; y luego subió las escaleras y se plantó ante mí, echó hacia atrás mi velo y me observó con aire divertido.
En ese momento comprendí la causa de su júbilo, que era el causante último de mi fracaso. Recordé el poder que había adquirido de manera tan singular sobre él y me sentí indiferente ante mi fracaso; y entonces él me preguntó con una sonrisa burlona:
—¿Ha tenido usted un agradable paseo?
Le respondí, modosa:
—Encantador, gracias.
—Me pregunto si hay algo que pueda conquistar su espíritu… La derrota no, por lo que parece.
—¡La derrota! —repetí, con una risa más alegre que la suya—. Lo mío ha sido un magnífico éxito…
No pude evitar un tono de exultación en mi voz, y resultó evidente que tanto mis  maneras como mis palabras lo desconcertaron. La mirada curiosa y perpleja que puso me confirmaron que no sabía nada de los manejos de la chica y, ansiosa por saber cómo me había descubierto, le dije, con una expresión simpática:
—¿Qué le puso tras la pista, señor Steele? Pensé que había tenido éxito, pues solo usted me ha descubierto.
—Su personaje estaba muy bien llevado y el disfraz era perfecto, salvo por una cosa. La señora Carruth no tiene esos pies, ni tampoco sale así calzada. Señaló mis pies. Miré y me di cuenta de que, con las prisas, había olvidado cambiarme las zapatillas. Me mordí el labio con irritación mientras él añadía con entusiasmo:
—El vestido los ocultaba al andar, pero al subir al carruaje, vi sus pies y lo supe todo.
—¿Y me siguió para que no tuviera éxito en mi empresa? ¡Eso es muy típico de usted! —exclamé al recordar al jinete que nos había adelantado como una flecha en la penumbra.
Él se rio de nuevo y, dando un paso atrás para que pudiera pasar, ignoró mi pregunta y, con malicia en sus ojos y en su voz, dijo:
—Reacio como soy a privarme de su compañía, creo que su doble debe de estar muy cansada de esperarla, así que le ruego que vaya a verla. No tengo curiosidad por saber la respuesta que le lleva, por tanto, pueden ustedes hablar en paz; pero permítame que le sugiera que, la próxima vez que vaya en misión secreta, se deje sus coquetas zapatillas en casa.

UN CUENTO DE ENFERMERAWhere stories live. Discover now