El silencio

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Katia volvió a encender la luz una vez más antes de esconderse entre las sabanas por última vez. Necesitaba descansar para estar fresca al día siguiente, pero esos ruidos no la dejaban. Eran cosas de su cabeza, no dejaba de pensar, pero seguían ahí, asustándola. Era curiosa la forma de actuar del cerebro, sobre todo por la noche. Los árboles se volvían amenazantes, los animales parecían que te querían devorar y cualquier sombra era un monstruo que había fijado la atención en ti.

Todo había comenzado unas noches antes, cuando despertó empapada de sudor. Había sido una pesadilla espantosa, recuerdo de su niñez. Los ojos amarillos y maléficos que se cruzaron con los suyos, puros e inocentes antes de la gran laguna de su memoria, en la que no recordaba ni siquiera la razón por la que había perdido a sus padres. Solo venían a ella imágenes vagas: instrumentos de cirugía, un olor antiséptico, y esos ojos amarillos mirándola, desde el cielo. Los únicos recuerdos de su infancia.

Finalmente, decidió tranquilizarse y cerrar los ojos. Era ya una mujer adulta, no podía seguir asustándose por cualquier chiquillada. Pensó en su novio Trevor, de viaje de negocios. No lo sabía , pero antes de irse, ella había descubierto el anillo de compromiso escondido en una de sus chaquetas. Le había prometido volver antes del día de su aniversario, el momento propicio para pedirle matrimonio. Conocía perfectamente el lado más sensible de su chico y, aunque ella no era del mismo gusto, no podía evitar enternecerse con sus gestos de amor. Quizás ese sentimiento de soledad ahora que estaba sola en su hogar, había hecho volver a su mente los viejos fantasmas. La luz de la luna la envolvió y se dejo caer en un dulce sueño.

Chirridos de cadenas, llantos de bebé, el sonido de una motosierra. Esos ruidos la hicieron levantarse de la cama e ir hasta la puerta. Al cruzarla vio que ya no estaba en su casa, sino en un hospital. O eso creía porque el abandono era total. Se cercioró gracias a un cartel antiguo, donde una atractiva enfermera pedía silencio en los pasillos. Estaba sola, rodeada por la noche. Esperaba los aullidos de los lobos a su alrededor. Pero, nada, a excepción de los internos al hospital.

Su sentido común le decía que huyese de esos sonidos nada halagüeños, pero su cuerpo no le respondía. Siguió avanzando por el oscuro pasillo hasta la sala de operaciones. Entró, esperando encontrar al emisario de esos ruidos que justo ahora se habían extinguido. De espaldas, un médico ataviado con la ropa de quirófano propia de las series y películas, seguía a su labor, canturreando una canción extraña. A su alrededor, el recinto estaba lleno de sangre, a pesar de la dantesca escena, su paciente seguía viva. Katia se acercó con sigilo para ver su rostro. Solo podía discernir que era un niño y estaba abierto de par en par. El medico se alejó, lo que aprovecho Katia para bajar el trozo de tela que tapaba la cara del infante. Casi se cayó de terror al ver que esa niña era ella.

 -- Hora de seguir jugando – el doctor había vuelto y ella no lo sabia. Al darse la vuelta, quiso gritar, ahí estaban los dos ojos que la aterraban.

Ahora si despertó de verdad, en su habitación. Katia se tapó la cara, intentando relajarse. Si las cosas seguían así, se iba a replantear lo de irse unos días con su amiga Sandy. Al abrir los ojos, en la oscuridad, frente a ella, los ambarinos ojos la sonreían. Y no estaban solos, unas manos los acompañaban. Katia gritó con fuerza antes que estas la atraparan.

Y luego, el silencio.

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