El trono vacío de Ëndolin (Prólogo a La Sirada)

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Los dos se encaminaron a la otra puerta cruzando aquella estancia, y se maravillaron con el intrincado bajorrelieve que cubría la columna central. Toda ella estaba esculpida con figuras de hombres combatiendo, que ascendían en la forma de una inmensa batalla hasta el techo abovedado, donde se dibujaban los dos señores de ambos contingentes, con un claro vencedor.

–Él debe ser Belean, Rey Reconquistador de Himn, que fundó este Reino hace ya más de tres siglos. –Assul señalaba al techo, hacia el guerrero de la corona brillante.

–Sí –contestó Rogho–. Ese hombre derrotó a Golöel, el Demonio Resentido, ¿te das cuenta? Fue un gran héroe.

–Lo fue.

Se miraron, y continuaron hacia los portones, aún impresionados. Aquel hombre había construido ese palacio, y lo hubo habitado hasta su muerte, tanto tiempo atrás.

Allí, ya no se extrañaron de hallar la entrada a la siguiente cámara abierta. Estaba entornada, y Assul tomó una de las grandes hojas de madera abriéndola para mostrar la siguiente estancia a oscuras. –No puede estar aquí. Está todo a oscuras. Si estuviera dentro, emanaría una luz que iluminaría todo.

–Paciencia, Majestad, hallaremos la corona –le dijo Rogho dándole el brazo. Y ambos entraron, iluminando la cámara.

Era otra estancia circular, dispuesta como la anterior, pero esta vez con dos bellas columnas en el centro de una inmensa cúpula. Desde la entrada donde estaban, una alfombra granate, que antaño debía haber sido reluciente, les llevaba cruzando la cámara hasta un trono vacío, al fondo. Pero aquel camino, justo entre las dos columnas, estaba interrumpido por un obstáculo: un espejo. Éste estaba sustentado por un caballete dorado, dejándolo completamente perpendicular al suelo. Los dos caminaron rodeándolo, y vieron que el trono del fondo estaba protegido por dos armaduras que cruzaban sus alabardas frente él. Parecían sin vida, dos estatuas talladas hacía mucho. Pero lo que más les maravilló, fue ver lo que había sobre el trono vacío. Una corona carbonizada. Tenía una forma preciosa, pues una vez había sido bella en la cabeza de grandes héroes, pero ahora era negra y deprimente. Esa no podía ser la Corona Radiante...

Cuando se acercaban, se dieron cuenta de algo curioso. Sólo Assul se veía reflejado en el espejo. Rogho no aparecía en aquella superficie lisa que reflejaba todo salvo a sí mismo.

–No me veo reflejado, pero te veo a ti –le dijo a Assul.

–Yo sí me veo. ¿Por qué no estás tú en él?

–Ésta debe ser la última prueba, Príncipe. Y parece que sólo tú puedes aspirar a lograrla.

–Muy bien, Rogho. Has sido un gran compañero.

–Tú también, Majestad. Te espero fuera –Y los dos se dieron la mano, que acabó en un fuerte abrazo. Entonces Rogho regresó al salón de la entrada, y cerró las puertas, separándolos.

La única luz que iluminaba el lugar era su antorcha. Se acercó al trono dorado rodeando el espejo, y vio a las dos armaduras en pose segura, defendiéndolo. Sobre el mullido trono, estaba la corona. Era negra y estaba vieja. Si aquella era la Corona Radiante que había portado Belean al derrotar al Demonio Resentido, ahora no parecía más que una antigualla. Le impresionó la profundidad del negro en que estaba bañada, parecía que estuviera consumida, que hubiera ardido en el centro del infierno...

Decidió no tocarla aún. Podía cogerla y llevársela, sin más. Pero no podía ser tan fácil. Ahí había algo más. Se encaminó hasta el espejo, y se miró a sí mismo reflejado, y tras él, el trono en que una vez se sentaron los señores de aquel castillo. Entonces advirtió algo diferente. La figura que tenía delante, su alter ego reflejado, no tenía la herida que él sufría en el brazo. Y al darse cuenta, se miró, y el reflejo comenzó a tomar vida. Su propia figura, sin él moverse, pareció desenfundar su espada y tomar su escudo a la espalda. El Príncipe Assul, retrocedió unos pasos, pero su figura enfrentada, en lugar de retrocederlos también, los dio hacia delante, más despacio, hasta salirse del espejo.

Así comenzó a materializarse su propia figura, tomando forma física al otro lado del espejo. Y frente a él apareció otro guerrero idéntico a él, que no dudó en atacarle. Assul saltó hacia atrás, pasándose la antorcha al brazo herido, y con el liberado desenfundando su espada, la misma que empuñaba su contrincante. Éste lanzó en estocada, de la que el verdadero Assul logró zafarse. En cambio, le fue a golpear con la antorcha, tratando de ahuyentarlo con el fuego, pero éste le paró el golpe con el escudo, que casi apaga la antorcha. Por un segundo, la estancia quedó a escuras, momento que su enemigo aprovechó para lanzar un segundo embiste que hirió a Assul, haciéndole perder la espada. Pero el Príncipe, que supo reaccionar ignorando el dolor, se abalanzó contra él, amenazándolo con el fuego, logrando hacerle retroceder. La escena se detuvo un momento, que bajo la tenue luz de la antorcha, apoyada por su reflejo en el espejo, era tétrica. Estaba todo en silencio, salvo por los suspiros de ambos, que no tardaron en volver a enfrentarse. Su reflejo materializado atacó despiadadamente, y el verdadero Assul interpuso la antorcha al golpe, pero el otro le cercenó la mano por la muñeca, y el fuego rodó por la estancia. Entonces él cayó al suelo gritando, a punto de perder el conocimiento, y fue a parar junto a su espada. Fue entonces cuando reaccionó. La cogió con su única mano, como un reflejo, y la irguió amenazando al otro desde el suelo. En ese momento éste se lanzó a rematar al Príncipe Assul, pero su cuerpo fue a parar contra la espada, quedando incrustado en ella. El cuerpo del que antes había sido su reflejo cayó inerte sobre él mismo, escapándosele la vida. Y sus dos rostros se acercaron, tensando la situación. Eran completamente iguales, pero el Príncipe vio en su propio rostro enfrentado la expresión del dolor, al llevarse las manos al abdomen, justo donde la espada se enterraba en su vientre. Sus armas cayeron al suelo con un estruendo, y en ese momento el falso Príncipe Assul dijo algo al verdadero.

–Aún te queda la última prueba. –Su voz surgió desde su garganta dolorida, resonando con gran esfuerzo, el último aliento del que está perdiendo la vida... –¿Cuántas eran las Espadas Gemelas del Rey Reconquistador de Himn?

Assul, Príncipe de Grrim, se quedó mudo. ¿Las Espadas Gemelas? La vida de su enemigo no parecía esperar por la respuesta del acertijo. Se le iba por momentos.

–Dos –respondió.

–Lo siento Príncipe, no fueron dos... –alcanzó a decir, y su vida, si es que aquello alguna vez tuvo vida, se marchó al fin. La expresión de su propio rostro se perdió, y el cadáver no dijo nada más por esa noche.

Assul, dándose cuenta de la situación, se quitó a su propio cuerpo de encima, y se arrastró unos pasos en dirección a la antorcha, que amenazaba con apagarse. El dolor que sufría en la muñeca era tal que estaba a punto de perder el conocimiento. Fue incapaz de avanzar más, hasta que quedó ahí tendido, junto al cadáver y la antorcha, y fue perdiendo sangre, y el dolor nublándole la memoria, hasta caer completamente inconsciente.

La SiradaWhere stories live. Discover now