—Ordena, Alfa.

—Haremos entrega de los Omegas a sus respectivos dueños.

—Sí, Alfa. Los tengo aquí. Les daba las últimas instrucciones. También están Katia y Lenna de Waldweisheit. ¿Las hago pasar?

—No. Que Ciro y Ertan se presenten debidamente con sus futuras parejas.

—Sí, Alfa —dijo Fénix. A una señal suya, cinco chicos de no más de dieciocho años entraron al despacho con la mirada baja. Vestían de blanco.

—Bien, consideré que no era necesario hacer una ceremonia delante de toda la manada para estas adjudicaciones. Cómo saben, el Omega que les entrego es un regalo que ganaron por demostrar su poder en los combates cuerpo a cuerpo. Son ustedes verdaderos Alfas de Élite, orgullo de su raza y por ello deben contribuir, engendrando la siguiente generación; Omegas con los cuales estrecharemos relaciones con las otras manadas y para nuestros futuros ejecutores. Alfas, que mañana gobernarán sobre todos nosotros.

—¿Podemos escoger? —Otra vez Ranshaw interrumpiendo. Y Ralf sabía por qué.

A pesar de que la amistad entre Alfas y Omegas estaba prohibida para evitar incidentes que pudieran costar sangre a la manada, Ranshaw encontró la manera de saltar las reglas, las murallas e incluso las paredes de las habitaciones de los Omegas para ir a visitar a uno, Al más especial de todos. A su propio hijo.

Pero Ralf no iba a permitir que se saliera con la suya. Sentaría un mal precedente.

—No. Es mi decisión. Ustedes, aunque Alfas, obedecerán sin hacer preguntas. ¿Queda claro?

—Sí, Alfa —repitieron cuatro. Ranshaw hizo como que dijo que sí, pero en realidad nada más movió los labios. Había un Omega que le gustaba muchísimo, era inteligente y divertido. Tenía un rostro hermoso y era travieso como nadie. Más de una vez escaparon de sus habitaciones por la noche, aunque nunca llegaron ni siquiera a la muralla. El castigo por sustraer o secuestrar a un Omega sería, por lo menos, atroz. Y Kris era travieso, no estúpido.

No arriesgaría la vida de Ranshaw por una travesura por divertida que fuera.

—Además —prosiguió—, da lo mismo un cuerpo que otro. Una vez que los reclamen, nada les importará en la vida más, que la posesión del Omega que hoy les entrego. Valoren este regalo. No todos los Alfas obtienen esto sino hasta después de una vida de sacrificio. Y a veces, ni siquiera entonces.

Observó a los jóvenes Alfas. Nadie parecía en desacuerdo, excepto Ranshaw, que tenía la vista al frente, igual que los demás, pero con una tensión en el cuerpo y un bailoteo.

Parecía considerar que lo que ocurría esa noche, era una pérdida de tiempo. Ese chico necesitaba aprender que antes de sus deseos, estaba el bien de la manada.

—Ranshaw Lennox.

El aludido miró al Alfa Mayor como si le hubiera pescado pensando en otra cosa. Dio un paso al frente. La sonrisa bailando en sus labios, incapaz de reprimirla. Era una realidad, le divertía desesperar al Alfa Mayor, a Biel, tan serio y orgulloso, a su padre que, aunque era un hombre paciente, Ranshaw era capaz de sacar de quicio a un santo.

—Te entrego al único hijo Omega que he tenido, Amatis Stevenson. Llévalo a tu casa y reclámalo esta misma noche. La manada espera numerosos frutos de esa bendita unión.

Ranshaw se quedó paralizado más segundos de los necesarios, con los ojos sorprendidos muy abiertos. Al muchacho no se le daba bien fingir sus emociones, cualquier pensamiento se le notaba en el rostro. Dirk le dio un codazo y de nuevo, la sonrisa más desvergonzada apareció, iluminando su expresión. Era por eso por lo que todo mundo lo quería tanto, aunque fuera un dolor de cabeza.

Nervioso, sin perder la sonrisa que expresaba todo su estupor, extendió la mano hacia Amatis.

Era, en efecto, el Omega más hermoso que vio Lennander nacer. Tan bello que, de lejos, parecía una mujer.

Pero esa distinción no representaba diferencia. Amatis, que suspiró con los hombros caídos y levantó la mirada una vez más,por un segundo, para ver a Michael. Mike, como todos le decían, le devolvió una sonrisa casi imperceptible de adiós, levantó el mentón y alejó la mirada.

Solo entonces Amatis extendió la mano y tomó la de Ranshaw. Su padre había hablado. No quedaba nada más que hacer.

—Gracias, Alfa —dijo Ranshaw, improvisando, descolocado, aunque tan risueño como si lo que ocurría en esa habitación fuera tan inverosímil que no pudiera reprimir la diversión que le causaba—. En serio, qué detalle. ¡Quiero decir, qué honor! ¿Puedo... podemos retirarnos?

—Ve y disfruta tu encomienda —susurró Ralf, entre dientes apretados. Ranshaw le irritaba porque no se tomaba nada en serio. Lo único que lo salvaba era su casta impecable, descendiente en línea directa de Lenna Noxy razón más que suficiente por la que decidió entregar a su propio hijo a su cuidado.

Y por su enorme simpatía. Porque a pesar de que en ese momento quería sacudirlo por irrespetuoso, también le divertía. Era un buen muchacho. Hasta él terminaba riendo de las diabluras del chico.

Ranshaw bajó deprisa las escaleras de la casa Lennox y salió a la calle, con la cabeza hecha un lío y murmurando cosas que solo él entendía. Esa tarde, antes de la asignación, cruzó un par de apuestas con Dirk y con Patrick sobre a cuáles obtendrían.

Los ganadores serían los que obtuvieran a los dos Omegas nativos de Lennander; Amatis, de la casa de Ralf y Kris, hijo de Ian Larsson.

Esas apuestas fueron un juego. Pero todos sabían que Ranshaw quería a Kris. Los restantes eran chicos rubios enviados desde Waldweisheit. No por ello menos valiosos y apreciados.

Había ganado la apuesta de la peor manera. ¡Jamás pensó que Ralf le jugara semejante canallada a Mike! Y no entendía. ¿Qué ganaba con romperle el corazón? ¿Y a su propio hijo? Apenas había diferencia entre los dos jóvenes Alfas. No era cuestión de casta.

—Lo hizo por joder —dijo, como si el Omega estuviera en su cabeza atendiendo al remolino de ideas. Obvio, Amatis no entendió de qué hablaba su Alfa.

Lobo Perdido Libro 2Where stories live. Discover now