—Entonces esperemos que nadie agujeree ninguno hoy —dijo el teniente, y se subió al coche.

Sebas clavó los nudillos en el asiento de al lado del de ella.

—No te preocupes. Si el ruso está ahí, lo cogeremos.

—No estoy preocupada. —En el espejo retrovisor pudo ver los párpados de Ruiz entreabiertos y ella se preguntó, como siempre hacía cuando lo observaba, si estaba realmente tan relajado o estaba rezando. Se volvió hacia Calle, que se encontraba sentada al lado de él, detrás.

—Calle.

—Lo sé, lo sé, que me quede en el coche.

—Pues no. Fuera del coche.

—Venga ya, ¿quieres que me quede ahí de pie?

—No me haga contar hasta tres, o la castigaré.

Sebas comprobó el reloj.

—Quince segundos para salir.

Garzón lanzó a Calle una mirada apremiante. Calle salió del coche y cerró la puerta. Poché echó un vistazo al vehículo que estaba al lado del suyo, mientras el teniente Marr se colocaba el micrófono. En la frecuencia de su radio oyó su tranquilo: «Luz verde a todas las unidades».

—Vamos a una exposición —dijo, y pisó el acelerador a fondo.

Poché sintió cómo se le encogía el diafragma cuando giró la esquina y aceleró hacia el edificio. Hacía tiempo que había aprendido que podías tranquilizar tu mente todo lo que quisieras, pero que tus glándulas de adrenalina eran las que manejaban en gran medida el panel de control. Una respiración consciente y profunda compensó las superficiales que había estado haciendo y, después de eso, encontró ese punto de equilibrio entre los nervios y la serenidad.

Delante, una flotilla de coches de policía bajaba la calle hacia ella: el movimiento de pinza de Marr en acción. Acercándose cada vez más rápido a su derecha, el taller de coches. La puerta enrollable del garaje más cercano estaba aún abierta. Poché tiró del freno de mano. El Crown Victoria dio un fuerte bote sobre la empinada pendiente y todavía se estaba balanceando sobre su suspensión cuando ella entró estruendosamente en pleno garaje y les gritó que se estuvieran quietos. La luz intermitente de su sirena se reflejó en las caras sorprendidas del puñado de hombres que había en el taller.

Poché ya había hecho las cuentas mientras tiraba de la manilla de la puerta.

—Cinco —anunció ella.

—Captado, cinco —respondieron los Roach a la vez.

—Policía, que nadie se mueva, las manos donde pueda verlas —gritó, al tiempo que rodeaba la puerta del coche. Oyó llegar a los refuerzos tras ella, pero no se giró.

A su derecha, dos empleados con monos polvorientos y mascarillas blancas de pintor dejaron caer las lijadoras que estaban usando en un viejo LeBaron y levantaron las manos. Al otro lado del garaje, a su izquierda, en una mesa de jardín, justo fuera del almacén, tres hombres se levantaron y dejaron su partida de cartas. Parecían de todo menos sumisos.

—Vigilad a los jugadores de cartas —susurró a los Roach. Luego, en voz alta, dijo al grupo—: He dicho manos arriba. Ahora mismo.

Fue como si su «ahora mismo» fuera un detonador. Los tres hombres se dispersaron en diferentes direcciones. Por el rabillo del ojo, Garzón pudo ver que unos policías ya estaban cacheando a los dos de las lijas. Solucionado lo de ese par, se lanzó a por el motero que había salido corriendo a lo largo del muro hacia la oficina de la parte delantera. Mientras lo perseguía, Poché gritó «Villalobos» y señaló al que se dirigía a la salida hacia el patio trasero.

Ola De Calor (Caché)Where stories live. Discover now