𝔈𝔰𝔭𝔦𝔰𝔱𝔬𝔩𝔞 𝔞 𝔩𝔬𝔰 𝔣𝔯𝔞𝔤𝔦𝔩𝔢𝔰

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ᴘʀɪᴍᴇʀ ᴅᴇᴜᴛᴇʀᴏᴄᴀɴᴏɴɪᴄᴏ

𝐿𝑖𝑏𝑟𝑜 𝑑𝑒𝑙 𝐴𝑔𝑎𝑝𝑒

Capítulo I

Epístola a los frágiles


Helo ahí, como muchos otros atardeceres, a la orilla de una playa en el reino de los mundanos. Melancolía baña sus oscuros y afilados ojos, el viento enredando sus castaños cabellos y un triste suspiro desde el fondo de su pecho siendo liberado por sus finos y rosados labios. Admirando cómo el sol se esconde para dejar salir a la luna, sus últimos rayos iluminando el cielo y el mar con colores naranjas y rojos, amarillos y rosados; una hermosa vista, y sin nadie para contradecirlo.

Louis no era la clase de demonio a la que le fascinaba la idea de estar en el infierno, era un lugar agradable pero nada igualaría jamás la belleza del reino mundano. Condenado sea Dios, poniendo tantas maravillas en un reino al cual los humanos solo van de paso, pues sus verdaderos hogares son aquellos destinos a los que están condenados a pasar la eternidad. ¿Paraíso o inframundo? Solo las acciones mundanas determinan su futuro paraje.

Con un nuevo suspiro tomó asiento en la blanca arena ahora viéndose de un tono dorado. Cruzando las piernas, colocando su codo en una rodilla y recargando su cabeza en su palma, permaneciendo nostálgico y pensativo.

Las palabras de Caín no se iban de su mente, seguían revoloteando de un lado a otro como si fueran burlescas mariposas.

Y es que el Príncipe tenía razón, por más negación y esperanza que tuviera, nada cambiaría lo inevitable. Y aquello se sentía mal, porque en serio lo anhelaba, lo quería con su podrida y decrepita alma y por más que tratase y se esforzase jamás podría tenerlo, y se sentía muy mal.

Solo una cosa deseaba en aquella espantosa existencia, y nada podía dárselo.

Sin importar cuánto torturara a los tiranos pederastas, o cuánto le gustaba ver sufrir a los abusadores, o cuánta dicha podía sentir su cuerpo al escuchar los gritos desesperados de crueles asesinos; nada le llenaba, nada le satisfacía, continuaba sintiendo su alma vacía una y otra vez.

Si pudiera hablar con el destino, le contaría las razones de su estrafalario deseo, y estaba seguro que tal vez así el destino lo entendería y se apiadaría de él, pero eso no sucedía. Él era muy escurridizo, nunca se dejaba ver ni mucho menos tocar, saltaba como una pulga tejiendo y conectando a las personas, pero nunca hablaba con ellas directamente y eso era absurdamente sanguinario.

Réprobo el destino y decrepita la vida.

Los maldecía una y otra vez, y sabía que nunca sería suficiente. ¿Por qué fueron tan desalmados con él? Un demonio, jamás había hecho algo malo, era bueno, torturaba a los déspotas, se mofaba de los ingenuos y despreciaba a los hambrientos de poder, entonces ¿por qué? No lo entendía, él, que tenía todo el conocimiento del mundo, no lograba entender el porqué de su cruel destino.

Justo antes de que el sol desapareciera por completo, cuando el cielo ya estaba teñido de azulados colores y pintado con brillantes estrellas, fue entonces que escuchó las campanadas de una iglesia local, cerca de la playa, anunciaba que la misa de las seis de la tarde estaba por empezar.

Soltando un último suspiro de tristeza, decidió marcharse a casa, el infierno lo esperaba. Lo recibiría con los brazos abiertos, cálidos y acogedores para un ente como él, pero fríos y distantes a la larga.

A pesar de que ya habían pasado días, no podía quitarse las palabras de Caín de la cabeza, seguían ahí, persistentes y crueles.

La Biblia de los BastardosWhere stories live. Discover now