Pueblo chico

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Los quejidos lastimeros fuera de mi casa me sacaron del sueño intranquilo en el que había estado sumida. Me senté en la cama, desorientada y confundida, y tardé unos segundos en reconocer mi entorno. Las ventana de mi habitación habían permanecido descorridas durante toda la noche y el viento helado ondeaba las cortinas, verdes y espantosas. Apenas había comenzado a amecer, el mundo continuaba sumido en la oscuridad. 

La casa no tenía calefacción y hacía tanto frío que mis pies estaban congelados a pesar de que ni siquiera me había quitado las botas, tan entumecidos que mis dedos parecían poder quebrarse en cualquier momento. Todavía llevaba la misma ropa que la noche anterior, desarreglada y cubierta de tierra. Aún sin poder sacudirme la confusión, me froté los ojos somnolientos para limpiarme las legañas y, a regañadientes, me puse de pie. Tomé el abrigo rojo que descansaba sobre una silla junto mi cama y caminé hasta la entrada de la casa al tiempo que me lo colocaba. Abrí la puerta de golpe, pese a que solía tener la costumbre de primero asomarme por la ventana para así poder evitar a los visitantes indeseados.

Observé mi entorno y por un segundo creí que todo, los ruidos, habían sido producto de mi imaginación. Afuera no había nada. Sin embargo, cuando bajé la mirada, descubrí por qué los quejidos se escuchan tan cercanos: A mis pies, sentado delante de mi puerta, un perro negro lloriqueaba con pesar. En cuanto noté su presencia, el animal dejó de gimotear y comenzó a mover la cola.

—¿Qué es esto?—susurré, y él ladeó la cabeza sin dejar de mirarme.

Se trataba de un perro grande, su pelaje negro estaba salpicado por algunas canas y en su cuello llevaba atado un lazo carmesí. Quizás mis ojos me estaban engañando, pero estaba segura haberlo visto antes. Me estremecí, ese era el mismo perro que me había guiado por el bosque.

Después de pasar la noche con el hijo del demonio.

Antes de que pudiera hacer nada, el perro acortó la distancia que nos separaba y con su cabeza empujó ligeramente la puerta tras de mí. Me pregunté si, ya que el animal estaba aquí, era posible que su dueño estuviese cerca también; sin embargo, cuando recorrí el lugar con la mirada, supe que solo estábamos él y yo. Despacio, acerqué mi mano a su cabeza con la intención de acariciarlo y el perro me dejó hacer.

Era extraño incluso para mí, pero el perro no me daba miedo. Me abracé a mí misma tratando de darme calor y regresé al interior de la casa, dejando la puerta abierta a mis espadas. Tal y como esperaba, el animal entró confianzudamente tras de mí. Se acercó a la chimenea apagada en la sala y se recostó sobre la alfombra, con sus ojos enormes ojos cafés fijos en mí.

—¿Te ha enviado tu dueño?—le pregunté, y me sentí estúpida por hacerlo.

No hubo respuesta. Me acerqué a la chimenea y tomé una caja de cerillos sobre ella para encenderla. Pronto, el fuego comenzó a calentar el ambiente y mi nuevo acompañante y yo suspiramos de placer. Me pasé las manos por la cara, tenía que estarme volviendo loca para creer, aunque hubiese sido durante un solo segundo, que aquel era el perro del diablo.

—Bienvenido, supongo—le dije, mirándolo de reojo—¿Tienes hambre?

Por supuesto, el perro siguió sin responderme. En casa no había gran cosa para comer, solo trozos de pan duro y un poco de mantequilla. Siempre tomaba mis comidas en el pueblo y casi me había hecho amiga de Magda, la hija del dueño del único restaurante que había en ese lugar. Por lo general ella me preparaba el desayuno, el almuerzo y la cena, y era muy diferente a su enigmático padre. Mientras que el hombre me miraba con recelo y parecía especialmente interesado en espantarme con sus relatos de terror, la chica se mostraba encantada de conversar conmigo cada vez que pisaba el restaurante.

Llamado de brujaWhere stories live. Discover now