(1)+Sin fin de razones+

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«Vuelta a la rutina».

Salí del agua desparramando todo a mi alrededor, pero aún así, posé los pies con suavidad sobre el azulejo blanco, temiendo el frío. Nada mas posarlos, la sensación punzante y helada me recorrió el cuerpo al completo, haciéndome cerrar los ojos unos instantes para soltar una maldición resentida.

Apagué mis velas y envolví mi cuerpo en una toalla. Nunca me traía la ropa al baño, no me gustaba vestirme aquí, aunque el precio fuese tener que pasar por delante de todos hasta llegar a la habitación, que se encontraba casi al lado.

Salí del baño que técnicamente era de mi hermana pequeña, ya que le habían regalado esa habitación con todo incluido, y puse rumbo hacia las puertas. Nada más abrirlas me encontré con una de las criadas paseando el carrito de lado a lado. Me sonrió con la venda puesta.

Había personas que preferían vendarse los ojos para así no caer en la tentación de mirar a los demás directamente para cruzar miradas. Todos llevábamos a rajatabla ese tema, ya que ninguno quería morir por el momento.

Al igual que todo en la vida, había personas que se saltaban todas estas normas y preferían mirar a los ojos a los demás, aún sabiendo que eso les garantizaba una muerte segura en un futuro si se encontraban con un duque de oro.

Los duques de oro eran por así decirlo lo peor de la maldición. Las personas que portaban la mirada de oro, posiblemente no saben que lo tienen, ya que si han cumplido el reglamento, jamás han podido mirar a los ojos de otra persona para comprobarlo. Hasta yo misma podría haberlo tenido, o cualquiera a mi alrededor.

Aquellos pensamientos llevaban una teoría a mi cabeza cuando me paraba a reflexionar sobre la maldición.

«Hay personas que viven toda su vida sin saber quienes son en realidad, sin ser conscientes de todo lo que podrían hacer si lo intensasen».

«Mueren sin conocerse así mismos. Cuando sus vidas finalizan, observan sus acciones como completos desconocidos».

Sacudí la cabeza, apartado esas teorías conspiradoras de nuevo abarcaban mi mente.

—¡Deva! —exclamó mi madre— ¿qué haces campando así por la casa? ¡Cúbrete por favor!

—¡Pero si no se me ve nada!

—¡Eso no es excusa para dejar de lucir como una dama!—aseveró.

—No soy una monja en clausura, tranquilízate, mamá.

Reanudó sus gritos de exigencia, pero los ignoré todos al completo. Por culpa de mi negativa mientras me dirigía al dormitorio, choqué contra el sirviente que venía de frente. Alcé la mirada y vi a un joven de unos veinte años con la camisa blanca de trabajo y la venda gris cubriendo sus ojos.

Si la venda era dorada, significaba que tenía la mirada de oro y era un duque de oro (o de la muerte, cada persona lo llama de una manera diferente dependiendo de las creencias que le han inculcado en su hogar o ámbito social). En el caso de que esta fuese gris, indicaba que la persona que la portaba era un criado o sirviente de la casa (los colores variaban en contadas ocasiones dependiendo del rango). La gente de dinero acostumbraba a llevarlas principalmente blancas o de plata, al igual que la clase media. La venda podía ayudar a identificar a qué grupo social pertenecías, dependiendo del material y del color por los que la tela estaba compuesta.

En las casas, los propietarios podían ir con los ojos destapados si vivían solos, ya que los criados debían cubrírselos como parte del contrato. Así, los dueños tendrían la libertad de poder mirar donde quisieran sin riesgo alguno de peligro, beneficiándose tanto a él mismo como a los propios sirvientes. Nadie corría amenaza de esta manera.

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⏰ Last updated: Feb 07, 2021 ⏰

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La dama de oro ©Where stories live. Discover now