El Suicida

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El avión llegó a Alemania poco después de las nueve de la noche. A Andrés todavía le quedaba un viaje de casi dos horas en coche hasta llegar al hotel abandonado. Sacó el informe del reportaje en el que debía trabajar y le echó otra ojeada. Las fotos eran sobrecogedoras. Cada una de ellas mostraba un cadáver diferente, todos en la misma habitación, sobre la misma cama y en la misma postura. Había oído hablar de muchos lugares habituales para suicidas. Uno de los que más le había impresionado era el bosque de Aokigahara, en Japón. Después de todo allí tuvo una de sus experiencias paranormales más intensas. Pero, ¿una habitación de hotel? Era demasiado inverosímil.

Según el informe, durante años, todo hombre entre veinte y cuarenta años que se alojaba en la habitación número 33 del hotel Wiese, situado en una pequeña población al sur de Alemania, se suicidaba. Ahora hacía cincuenta años que habían cerrado el hotel y ya nadie se alojaba allí. Sin embargo algunas personas continuaban yendo a aquella habitación y todos seguían el mismo patrón: se apuñalaban el pecho.

Pero el jefe de Andrés no creía que fueran meros suicidios, así que lo envió a investigar el lugar. Mística era la típica revista que recoge sucesos paranormales, en su mayoría inventados, y para la que él trabajaba. Había estado viajando por todo el mundo, durante diez años, explorando lugares en los que pudiera encontrar presencias fantasmales. Siempre escribía una buena historia de cada sitio, aunque no fueran ciertas. Tenía que mantener contentos a los lectores y, sobre todo, a su jefe. Pero ese sería su último reportaje. Al fin y al cabo, no era el tipo de trabajo para el que se había preparado en la facultad de periodismo.

Antes de bajarse del vehículo el viejo taxista le dijo unas palabras en alemán que Andrés no entendió. Pero a juzgar por la cara de intranquilidad y el lugar en el que estaban, el periodista imaginó que al hombre solo le preocupaba estar llevando a un suicida a su propia tumba.

Miró el hotel de arriba abajo; un campo se extendía alrededor, durante kilómetros. No había ninguna luz, salvo por un farol que alumbraba el camino de entrada, así que sacó una linterna de la maleta y entró en el edificio.

Si por fuera era tétrico, por dentro no tenía parangón. Rostros cubiertos de polvo le observaban desde los cuadros colgados a lo largo de las paredes. Allá donde miraba, encontraba enormes telarañas con sus habitantes en ellas. Andrés dio la vuelta al mostrador y registró los cajones y estantes, pero estaban vacíos. Subió por las escaleras hasta el tercer y último piso y buscó la habitación número 33.

La puerta estaba entreabierta y, al acercarse, le llegó un fuerte olor a descomposición. Se tapó la boca y la nariz con el antebrazo y apoyó la linterna en la puerta para abrirla, deseando que ese hedor no fuera de otro suicida al que todavía no hubieran encontrado. Por suerte, sobre la cama no había ningún cadáver. Pasó el foco de luz por toda la habitación, pero no encontró ningún cuerpo, ni siquiera el de una rata muerta. Decidió abrir la ventana. Prefería pasar frío que calarse de aquella pestilencia.

«Menudo lugar para morir», murmuró.

Abrió su maleta sobre la cama y sacó varias velas, una grabadora digital, un detector electromagnético y una cámara de vídeo con infrarrojos. Encendió una vela sobre cada mesita y dos sobre el escritorio. Por suerte, no corría demasiado aire. Puso la grabadora en funcionamiento, observó toda la habitación a través de la cámara y encendió el detector, que enseguida se disparó. Andrés no podía creérselo. Con suerte su último trabajo no sería un engaño. Se dio la vuelta y creyó ver algo en la pantalla de la cámara. El pulso se le aceleró. Fijó la vista donde había creído ver movimiento, pero nada pasó.

«Imaginaciones», pensó.

De repente un golpe de aire cerró la puerta y apagó las velas. Andrés corrió hacia la ventana y la cerró. Luego, volvió a encender las velas. No notaba el hedor tan penetrante, o bien ya se había acostumbrado a él. Sintió frío, pero no sabía si era por culpa del clima invernal o por la presencia de algún espíritu.

Dejó la cámara sobre la mesita y se sentó en la cama. Cogió la grabadora y apretó el botón de stop; luego, el de play. Escuchó con atención durante los minutos que duraba la reproducción, pero no oyó nada fuera de lo normal, por lo que resolvió dejar grabando durante toda la noche. Por la mañana ya estudiaría la grabación en su ordenador portátil. Estaba decidido a despedirse del trabajo con un reportaje del todo cierto, aunque tuviera que pasar días en aquél hotel de mala muerte.

Se tumbó en la cama, en un intento de recrear las escenas de los suicidios, si es que eran eso, y miró al techo. Pensó en las fotos del informe, en las historias de cada uno de los suicidas que ya no consideraba suicidas, sino víctimas de lo oculto. Todos los cadáveres aparecían acuchillados en el pecho, todos sostenían el arma homicida en la mano derecha y todos habían decidido tener una última noche de pasión consigo mismos antes de clavarse la fría hoja de metal en el corazón. Parecía un ritual, que bien pudo empezar con la primera víctima, a la que las siguientes fueron copiando para tener una muerte más... ¿Qué? ¿Significativa? Demasiadas molestias. No solo para un suicida o dos, sino para decenas.

Empezó a sentirse cansado. Era lo normal tras el viaje. Lo que no le resultaba natural, en absoluto, era la repentina sensación de bienestar que le sobrecogía. Antes de poder siquiera pensar en ello se quedó dormido, hasta que una vibración le despertó. Sentía cómo la cama temblaba bajo su cuerpo, pero estaba en un estado de ensoñación en el que no pensaba con claridad ni podía moverse. Aun así, no le preocupaba. Sentía una paz absoluta.

Entonces apreció una figura femenina a los pies de la cama. Un camisón blanco semitransparente le cubría el cuerpo esbelto y sensual. Poco a poco la mujer se sentó a horcadas sobre él, que se hallaba desnudo. Andrés notó calor en su entrepierna. La joven movía las caderas a un ritmo pausado y dejó caer la parte superior del camisón, mostrando unos senos perfectos. La cama seguía temblando con suavidad, o así le parecía a él, y empezó a elevarse del suelo mientras la mujer alzaba los brazos sobre la cabeza.

Un destello plateado llamó la atención de Andrés, que seguía disfrutando de su fantasía. No fue hasta sentir un golpe en el pecho que se dio cuenta de lo que pasaba. La mujer le apuñalaba, una y otra vez, y Andrés apenas podía gritar ni moverse. Sólo sentía los golpes y el calor de la sangre extendiéndose sobre su cuerpo. En un último aliento, miró a la asesina. Por primera vez se fijó en su cara: pálida, escuálida. La joven dibujó una sonrisa enfermiza en el rostro y desapareció en el aire, justo cuando la cama golpeó el suelo.

Andrés despertó. Se levantó, sobresaltado. Todavía llevaba la ropa puesta, su pecho estaba intacto y el sol iluminaba la habitación.

«¿Una pesadilla?», murmuró.

Corrió al escritorio, debía anotar aquel sueño. Parecía tan real. Pero algo le extrañó al detenerse frente al espejo. No vio su imagen reflejada. En vez de eso, observó el mismo escenario que había visto en todas las fotos del informe: el cuerpo sin vida de un hombre, tendido sobre la cama y apuñalado varias veces en el pecho. La sangre se mezclaba con el líquido blanquecino de su sexo y en la mano derecha sostenía un puñal. Solo que, esta vez, él era el suicida.

Insania © (Completa)Where stories live. Discover now