Parte 3

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14 de abril de 2011

Horacio ya conocía bastante a Micaela como para saber que algo no andaba bien cuando ella subió al auto. Tenía una vaga idea de cuál podía ser el problema: minutos antes había visto a dos muchachos hacerle un comentario que él no alcanzó a escuchar, y que ella no había respondido. Y antes de eso, en la última clase, Micaela había destacado por contestar casi todas las preguntas del profesor, dado que nadie más se atrevió a levantar la mano.

Ya en el camino, y viendo que la chica continuaba callada y seria, mirando por la ventanilla, Horacio dijo:

—Se empieza a notar el otoño, ¿eh? Espero que el invierno no venga demasiado frío.

—A ver qué pasa —replicó ella con un tono apagado que fulminó la charla en un santiamén. Hubo unos minutos de silencio después de eso, pero el muchacho no estaba dispuesto a dejar pasar el asunto.

—De acuerdo, ya me cansé de verte esa cara larga. ¿Qué cuernos te dijeron esos dos?

—¿Estabas ahí?

—Bastante cerca. ¿Qué te dijeron?

Micaela apretó los labios antes de responder:

—Algo muy desagradable. Preferiría no repetirlo.

—Fue por lo de la clase, ¿no?

—Sí.

Siguió otra pausa en la conversación. Horacio pensó que quizás debiera poner música a fin de aligerar el ambiente, pero entonces fue ella quien habló:

—¿Sabes?, es un poco decepcionante. Tuve que aguantar unas cuantas estupideces en el liceo, pero esperaba algo mejor de unos estudiantes universitarios. Un poquito más de madurez, aunque estén en el primer año. ¡Al fin y al cabo, ya tienen edad para votar!

—Sí, pero la estupidez puede durar toda la vida, por desgracia.

—Qué deprimente.

Micaela volvió a mirar por la ventana, apoyando la cara en una mano.

—Yo también tuve que aguantar mucha estupidez en los primeros años del liceo —confesó Horacio, y la chica lo miró de nuevo—. Se metían conmigo por ser bajito. Luego pegué el estirón en cuarto año y dejaron de molestarme, pero antes de eso ya había aprendido a manejarlos, ignorándolos por completo. Es la mejor defensa.

—Lo sé, y es lo que hice hoy. Por suerte, el resto del tiempo soy invisible.

—¿Invisible?

—Ya sabes, voy por ahí sin llamar mucho la atención. Es lo que prefiero, en general.

Las palabras de Micaela, sin embargo, tenían un dejo de amargura, y a Horacio le pareció triste que ser inteligente fuera, al parecer, una carga tan pesada.

—Cambiando de tema —dijo él—, empecé a leer tu libro. Y sí que está divertido, sobre todo la parte de los perros del infierno que comen cualquier cosa. ¡Me gustaría tener uno de ésos!

Micaela sonrió, y el asunto de las burlas pasó a segundo plano hasta que llegaron a destino. Entonces, cuando ella estaba a punto de bajarse, Horacio aprovechó para sujetar un momento la mano que la chica había apoyado en el asiento delantero. Era muy suave, con dedos largos y finos. Micaela lo miró a los ojos.

—No le des más importancia de la que tiene a la cuestión de los insultos —dijo Horacio—. Quien te insulte por inteligente es un perfecto idiota, o un envidioso.

—Gracias —replicó la muchacha. Parecía como si estuviera conmovida pero tratara de ocultarlo—. Hasta mañana. Y que te sigas divirtiendo con el libro.

—Seguro. Hasta mañana.

Micaela retiró la mano y salió del auto rápidamente. No se volteó en ningún momento.

27 de mayo de 2011

El otoño ya se veía en los árboles. Mientras esperaba a Horacio, Micaela removió con la mano algunas hojas del techo del auto, tarareando para sí y feliz de haber sacado un buen puntaje en el primer examen parcial de bioquímica. Había estado difícil, aunque fuera de opción múltiple.

La expresión de Horacio, sin embargo, contaba una historia diferente. Micaela se dio cuenta de ello incluso antes de que el muchacho llegara al automóvil, y aunque al principio la muchacha no quiso decir nada, en la mitad del camino no pudo evitar que la pregunta saliera de sus labios.

—¿Y bien? ¿Cómo te fue en el examen?

Horacio frunció el ceño. Ella pensó que no contestaría, pero luego él tomó aire y dijo:

—Cincuenta y dos por ciento. Aunque pudo haberme ido peor. Supongo que no todos podemos ser tan inteligentes como tú.

—Pues... yo no te considero poco inteligente. Mis padres me enseñaron que a veces el problema es la forma de estudiar.

—Ajá.

—Si quieres, podríamos... no sé, estudiar juntos en la biblioteca, en las horas libres. Cuando estaba en el liceo ayudé a algunas amigas a estudiar, y todas mejoraron sus notas.

Horacio se demoró en responder. Micaela temió haberlo ofendido, o tal vez él no quisiera recibir la ayuda de una chica, pero finalmente contestó:

—Si no te molesta echarme una mano, entonces acepto la oferta. Se lo debo a mi padre, además, por el auto. Gracias.

—De nada. Podemos empezar mañana mismo, en el puente de las doce. Y ya que estamos, tú podrías ayudarme a mí con algo.

—¿Ah, sí? ¿Con qué?

—Empecé a tomar clases de manejo. Dijiste que así podríamos turnarnos, ¿no? Cuento contigo para responder cualquier duda que tenga, y para dejarme practicar alguna vez. Prometo que no estrellaré el auto contra ninguna columna.

—¡Más vale que no lo hagas! —replicó Horacio. El mal humor había desaparecido de su cara—. Como llegues a estropear mi querido auto, me conseguiré uno de esos perros del libro y te lo echaré encima.

—Como me eches a un perro, yo te echaré a mi gato. Y te aseguro que mi gato es un engendro malvado cuando no está durmiendo la siesta. ¡Las cortinas pueden dar fe de ello!

Horacio rió, y Micaela se sintió feliz de haber logrado el cambio. Era un buen muchacho, no le gustaba verlo triste.

Al final del recorrido, Horacio le devolvió el libro de Christopher Moore.

—Gracias por el préstamo. Ya puedes pasarme los de Juego de tronos, y prometo que no los usaré como pesas.

—De acuerdo. Mañana te traeré el primero, pero más vale que tú vengas con muchas ganas de estudiar. Recuerda quién es mi madre.

—Uh, no me asustes. Nos vemos.

—Adiós.

Micaela bajó del auto y se quedó en la vereda para verlo alejarse.

(Continúa en la Parte 4.)

Gissel Escudero
http://elmundodegissel.blogspot.com/

En el auto azulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora