Parte 7

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20 de julio de 2011

Después de toda una semana en la que él también había estado en la cama con una gripe espantosa, Horacio sintió algo de envidia al ver a Micaela bajar saltando los escalones, como era su estilo. La chica frunció el ceño apenas le vio la cara.

—Uf, aún te ves terrible —fue su saludo.

—Gracias por levantarme el ánimo.

—¿Seguro que ya estás en condiciones de manejar? Porque no quisiera arriesgarme a que tuviéramos un accidente.

—¿Estás tratando de hacerme enojar?

—Eh... no, lo siento. Soy una idiota. En realidad, lo que trataba de decir es que, si todavía no te sientes bien del todo, ¡yo ya tengo mi licencia de conducir!

Micaela sonrió, mostrando la flamante licencia, y el enfado incipiente de Horacio se esfumó en un parpadeo.

—¡Eh, felicidades! Pero ¿estás segura de que quieres conducir?

—¿Y por qué no? Tú das la impresión de que podrías haberte quedado en la cama un día más, y yo me siento fresca y alerta como un halcón. Además, conozco el camino de memoria, he prestado atención.

—De acuerdo. Te cedo el mando de mi hermosa nave, entonces.

—No, no, no. No te me salgas del personaje. Tú señor Colburn, yo señorita Daisy. Aunque te doy permiso para gritarme si meto la pata en algún momento.

—Lo tendré en cuenta... señorita Daisy.

Horacio se cambió al asiento del acompañante. Era la primera vez que él y Micaela estaban lado a lado en el coche, pensó, pero no le resultó nada extraño salvo por el hecho de que se había acostumbrado a mirar a la chica por el espejo. Sonriendo a medias, Horacio dijo:

—Supongo que no necesitas ayuda para arrancar.

—Claro que no, tontín —replicó ella, sonriendo de igual manera, y condujo el automóvil con más soltura de la que Horacio había esperado. En lugar de regañarla, más bien tuvo que pensar en no distraerla, porque daba la impresión de que llevaba mucho tiempo conduciendo. Como máximo, la vio ponerse tensa en algunos cruces difíciles. Aprovechando la tranquilidad de una calle poco transitada, le dijo:

—Me hicieron gracia los dibujitos en tus apuntes de clase. ¿Tu madre te enseñó esa técnica?

—El humor es bueno para fijar la información.

Micaela no dibujaba tan bien como él, pero sus caricaturas, casi siempre unos hombrecitos de diferentes colores, con panzas gordas para escribir en ellas, resultaban tremendamente expresivas y versátiles. Horacio recordaba esas anotaciones mejor que las demás, lo cual era estupendo porque llamaban la atención sobre datos o conceptos difíciles de asimilar.

—Empiezo a entender cómo haces para sacar tan buenas notas —añadió el muchacho.

—Te lo dije. Está en la manera de estudiar. Te voy a confesar algo: no soy tan inteligente como todos creen.

—¿Ah, no?

—No. De hecho, sigo siendo un desastre para las matemáticas.

—O sea, ¿los números son tu debilidad de súper cerebrito?

La chica sonrió y no dijo nada. Siguió conduciendo hasta que llegaron a la facultad, y aunque Horacio tuvo que guiarla para estacionar el auto, no tuvieron ningún percance.

—¡Bien! —dijo el muchacho al final—. Ya sabía yo que esto funcionaría. Tal vez deba dejarte conducir el resto de la semana, hasta que me recupere del todo. Tú serás el señor Colburn y yo seré la señorita Daisy.

Micaela le echó una mirada especulativa que lo hizo sentir raro. Ella había admitido que no era un genio, y quizás fuera cierto, pero eso no quitaba que siempre parecía ver más en todas las cosas que el resto del mundo. Horacio se preguntó cómo lo vería a él. Esperaba que tuviera una buena opinión de su persona. No debía de ser poca cosa ganarse el respeto de esa chica. Con voz solemne, ella dijo:

—Te dejaré ser la señorita Daisy... pero sólo si te pones un sombrero de señora.

Horacio se rió.

1 de agosto de 2011

No hablaron casi nada durante los primeros diez minutos del recorrido, y eso le pareció extraño a Micaela, porque había tratado de iniciar una conversación varias veces. Entonces, sin previo aviso, el muchacho se desvió del camino.

—¿Otra vez vamos a buscar a tu amigo futbolista? —preguntó ella.

—Eh... no. En realidad...

No hizo falta que Horacio terminara la oración. Micaela la vio unos metros antes de que el vehículo frenara ante ella: era la chica del retrato y de las clases prácticas de anatomía. Subió al auto haciendo un gesto coqueto y saludó a Horacio con un beso en la mejilla.

—Micaela, ella es Cecilia. Cecilia, ella es...

—Está bien, ya nos conocemos de cara. Hola.

—Hola —contestó Micaela, todavía un poco desconcertada. Aquello había sido muy repentino.

—Horacio y yo empezamos a salir hace un tiempito —informó Cecilia—. ¿Qué, no te lo dijo?

—No hablamos de cosas personales.

—Ah, claro. Horacio me dijo que ustedes comparten el auto porque viven en el mismo barrio.

—Exacto —respondió Micaela, y esperó a que el muchacho añadiera algo a esa explicación. Él, no obstante, echó a andar el vehículo, y Cecilia volvió a mirar al frente mientras se colocaba el cinturón de seguridad.

De pronto, Micaela se sintió ofendida y no le sorprendió que así fuera. Sí, era verdad que compartían el auto. Y también era verdad que no existía ningún vínculo romántico entre ellos, pero... ¿no podían considerarse amigos, como mínimo? Además, ¿le habría costado tanto a Horacio decirle que ahora tenía novia y que viajaría con ellos? Por una cuestión de simple cortesía, al menos.

Tratando de no poner mala cara, la chica sacó su celular y se concentró en hacer lo que acostumbraba en esas ocasiones: volverse invisible. Y funcionó de perlas, ya que ni Horacio ni Cecilia le hablaron durante el resto del camino. Sumergirse en la lectura, sin embargo, le resultó difícil, porque el parloteo de Cecilia no dejaba de distraerla. No hacía más que decir tonterías en voz alta, y Micaela se preguntó qué habría visto Horacio en ella, hasta que recordó el asunto del dibujo. Pues claro. Cecilia era bonita, y si uno no prestaba atención a su charla frívola, hasta parecía simpática. Y como Horacio no estaba en el mismo horario de anatomía que ella, seguramente no la había escuchado criticar a medio mundo, o ponerle apodos idiotas al cuerpo sobre el que su grupo efectuaba la disección. A Micaela esto último le caía como una piedra; esos cadáveres eran objetos de estudio, cierto, pero también habían sido personas alguna vez, y merecían cierto respeto.

Los diez minutos restantes del trayecto, por lo tanto, se le antojaron interminables, y sintió un gran alivio cuando el vehículo llegó por fin a la facultad. Había estado considerando seriamente la idea de ponerse los auriculares sólo para no escuchar más a aquella boba.

Cecilia y Horacio no le dedicaron a Micaela más que un frío "hasta luego" antes de marcharse juntos al salón de clases. Micaela respondió de igual manera. ¿Así iban a ser las cosas de ahora en adelante? Muy bien. Se apegaría a la idea original, entonces: el acuerdo para el transporte. Y que Horacio saliera con cualquier chica bonita y cabeza hueca si tales eran sus preferencias.

(Continúa en la Parte 8.)

Gissel Escudero
http://elmundodegissel.blogspot.com/

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