II

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[11 febrero 2007]

Una de las cosas que más rápido aprendí fue a no llamar la atención. Era crucial que las personas a mi alrededor no notasen que nada había cambiado, me repetía, si no quería que las cosas empeorasen todavía más. Tuve que aprender a mantenerme callado, cerrarme en mí y no dejarme llevar por mis emociones cuando me encontraba en público. Sólo pensar en ejecutar tarea tan difícil hacía que caminara con la cabeza baja sumergido en mis tácticas y concentrado en mi respiración. Tendría que esforzarme al máximo. Pero las cosas ya estaban cambiando inminentemente a pesar de mis esfuerzos.

Mis notas siempre habían sido las mejores de la clase. Me consideraba un buen estudiante, pero notaba cómo empezaba a cambiar. Al principio no fue un problema demasiado grande; era normal que estuviese perdido los primeros meses de la secundaria. Pero se acercaba peligrosamente la mitad del curso, y mis notas sólo estaban empeorando.

Tal vez por esta misma razón, volver a casa cada día se me hacía menos difícil. Sabía que cada día me encontraría con una casa vacía, pero estaba resguardado bajo un techo y sin ojos sobre mí. Tenía que llegar a una casa fría sin comida sobre la mesa, pero aprender a cocinar y comer frente al televisor era uno de los placeres a los que no me costó acostumbrarme. Estaba a salvo. Hacía los deberes solo como podía, fantaseando con esas tardes en las que estábamos mi madre y yo sentados el uno frente al otro en la mesa de la cocina y disfrutando de nuestro tiempo solos. Probablemente ella estaría planeando su estrategia para conseguir que esa tarde no acabase en una nueva pelea dirigida por una tontería, que ni ella había visto venir. No siempre era físico, casi nunca lo era, por lo menos desde mi punto de vista. Pero los gritos y las discusiones sin sentido eran plato de cada día. Sabía todo lo que había estado sufriendo en silencio para protegerme a mí.

Pero la odiaba, la odiaba por dejarme solo. La odiaba por abandonarme y por abandonarle a él. Porque era una cobarde.

Yo sabía qué hacer para evitar que tuviese que pasarme las noches bajo sus gritos y ocultándome en mis brazos, aunque tuve que aprenderlo de la peor forma. La primera vez que llegó a casa y la cena no estaba hecha, lo pagué muy caro. Aprovechaba viejas heridas, sabía lo que hacía para no levantar sospechas. Después se disculpaba conmigo al día siguiente, sobornándome con un buen desayuno y una sonrisa en la cara, una vez el suficiente alcohol había abandonado su cuerpo para que ya no se comportase como un hijo de puta.

Por alguna razón sabía que esa noche iba a meterme en problemas de nuevo, porque mi padre tenía previsto de llegar a casa hacía una hora, y la cena estaría fría por mucho que había hecho lo posible por mantenerla caliente en el horno. Por lo que, al ver que había pasado las dos de la madrugada y comenzaba a quedarme dormido sobre la mesa, traté de encerrarme en mi habitación e intentar con rezos en silencio de que esa noche me dejara en paz.

No era religioso, pero cruzaba los dedos bajo las mantas y susurraba las mismas frases una y otra vez esperando que se cumpliera, deseando que existiera un Dios que me salvase de esa.

Fue absolutamente terrorífico. Estaba a punto de quedarme dormido, y de pronto mis pulmones se oprimieron de tal modo que quise incorporarme para ayudar a mi cuerpo a entrar oxigeno en mi pecho. Pero estaba paralizado y mis músculos no querían responder. Un pitido se instaló en el fondo de mi mente durante lo que parecieron horas y horas enteras en las que la habitación parecía estar en llamas y mis ganas de gritar aumentaban con cada segundo que pasaba, todavía sin ser capaz de mover un músculo. No sabía qué hacer, el miedo empeoró todavía más al sentir mis manos temblar cuando por fin conseguí amarrarme a mis sábanas e incorporarme de golpe y sentir mis lágrimas empaparme las mejillas. Mi respiración se agitó en cuanto el aire entró en mis pulmones de un golpe doloroso, y pude apartarme el sudor en mis mejillas corriendo por mi cuello.

Ethan |s.m|Where stories live. Discover now