Capítulo 6

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Cuando tenías once años, yo tenía quince. Papá trabajaba como un perro todo el día, porque nuestra madre había sido despedida. Entonces tuvo que acudir a un trabajo que según ella no era de admirar. Trabajaba en Walmart, porque mamá nunca había estudiado en la universidad, ¿te acuerdas?

Recuerdo que tú ibas hasta allí caminando a penas dos cuadras que las separaban del colegio a dónde íbamos. Yo salía más tarde, porque estaba en secundaria, y tú casi estabas por terminar la primaria. Nuestros horarios casi nunca coincidían. Recuerdo que cuando salí del colegio, me dirigí hacia Walmart, pero ninguna de ustedes estaba allí dentro. Cuando salí, las encontré en el auto, que se movía con descontrol porque tú llorabas y gritabas como loca, intentando apartar a mamá lejos de ti.

Corrí hacia ustedes, porque estaba preocupada, pero demasiado acostumbrada a vivir aquel tipo de situaciones.

No fue tu culpa, nunca fue tu culpa.

Abrí la puerta del coche. Tenías la cara roja, con los las mejillas hinchadas de la ira. Las mejillas estaban bañadas con tus lágrimas cristalinas, y arañabas la mano de mamá con fuerza. Ella intentaba calmarte; nunca podía hacerlo. Mamá nunca pudo controlarte, nadie pudo lograrlo. Siempre me decías que yo era la única persona capaz de tranquilizarte; pero sabía que eso tampoco significaba disolver tu descontrol por completo. Cogí tu rostro con mis dos manos suavemente, forzándote a mirarme a los ojos. Te repetía suavemente: «estoy aquí, todo va a estar bien, te lo prometo, no estás sola, todo va a estar bien, todo va a estar bien, estoy aquí contigo y no me iré jamás». Lo repetía en grandes cantidades hasta que tú eras capaz de escuchar mi voz suave y concentrarte en mis ojos celestes. «El cielo —decías con voz queda—. El cielo».

Y mamá apartaba la mirada. Nunca supe por qué razón; si no soportaba que ella no pudiera controlar a su propia hija o porque tú empezabas a balbucear cosas sin sentido. Ella odiaba cuando hacías eso. Te quedabas hipnotizada mirando a un punto fijo; en varios casos siempre era hacia mis ojos, y hacia donde yo fuera tú me seguías con la vista.

Me subí en el asiento, sentándote sobre mis piernas. Te dormiste entre mis brazos, acurrucada, babeando en mi hombro. Acariciaba tu espalda mientras nuestra madre conducía con las manos temblorosas; no podía dejar de echarte la culpa, no sabes cuánto lamento haber sentido eso en mi interior. Sé que mamá también hacía lo mismo, y que lo lamentaba con todo su corazón.

Era lo mismo que te pasaba a ti; tú no podías evitarlo, y nosotras tampoco.

Mamá hablaba en voz baja, con la nariz y los ojos rojos de tanto llorar.

—Ahora ella se niega a comer —decía con dolor revestido por la ira—. Se niega a comer, maldita sea. Perdió tanto peso...

 

Negaba con la cabeza, incapaz de poder creerlo. Mamá asentía. Yo negaba. Yo negaba porque no podía creer el nivel de crueldad que la gente siempre tenía hacia ti. La gente es tan malditamente cruel. No entendía por qué ellos hacían todo esto, tú no les dabas ninguna razón para que te trataran de esa forma. Ellos te matan con sus palabras. Entonces ahí posaba toda la culpa sobre ellos; toda la carga la tenían ellos; porque no eran capaces de entender lo que te sucedía. Por eso mismo a veces respondías agresivamente, o sólo te echabas a llorar.

Tú no estabas gorda. Siempre te lo dije. No eras obesa, ni gorda, ni tenías sobrepeso. Hay algo muy equivocado en aquellas definiciones, en las cuales las personas las usan con regularidad para etiquetar a las personas. Las personas no son etiquetas. Tú no eres una etiqueta, nunca lo fuiste.

 

Llorabas todas las noches.

—En la escuela no dejan de decirme gorda —decías con el rostro contraído por el dolor.

Cuando los ángeles merecen morirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora