XVI

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«¡CHRISTINE, CHRISTINE!»


Tras la fantástica desaparición de Christine Daaé, el primer pensamiento de Raoul fue acusar a Erik. No dudaba del poder casi sobrenatural del Ángel de la música, en el dominio de la Ópera, donde éste había establecido diabólicamente su imperio.

Y Raoul se había precipitado hacia el escenario, en su locura de desesperación y de amor. «¡Christine, Christine!», gemía enloquecido, llamándola como debía llamarle ella desde el fondo de aquel abismo oscuro donde el monstruo se la había llevado como una presa, totalmente estremecida aún por su exaltación divina, completamente vestida con la blanca mortaja en la que se ofrecía ya a los ángeles del paraíso.

«¡Christine, Christine!», repetía Raoul..., y le parecía oír los gritos de la joven a través de aquellas tablas frágiles que le separaban de ella. ¡Se inclinaba, escuchaba..., vagaba por el escenario como un insensato! ¡Ah, descender, descender, descender a aquel pozo de tinieblas cuyas salidas todas estaban cerradas para él!

¡Ay, ese obstáculo frágil que se desliza de ordinario tan fácilmente sobre sí mismo para dejar ver el abismo al que tiende todo su deseo..., aquellas tablas que su paso hace crujir y que suenan bajo su peso con el prodigioso vacío de «lo de abajo»..., esas tablas parecen inamovibles... Tienen el aspecto sólido de no haberse movido nunca..., ¡y resulta que las escaleras que permiten descender debajo del escenario están prohibidas para todo el mundo!

«¡Christine, Christine!». Le rechazan entre risas... Se burlan de él... Creen que el pobre prometido tiene el cerebro perturbado.

¿En qué carrera forzada, por los corredores de noche y misterio que sólo él conoce, ha arrastrado Erik a la pura niña hasta aquella guarida horrible de la habitación Luis Felipe, cuya puerta da a aquel lago de Infierno...? «¡Christine, Christine! ¡No respondes! ¿Estás viva todavía, Christine? ¿No has exhalado tu último suspiro en un minuto de horror sobrehumano, bajo el aliento abrasado del monstruo?

Unos pensamientos horribles cruzan como fulminantes relámpagos el cerebro congestionado de Raoul.

Evidentemente, Erik ha debido descubrir su secreto; saber que Christine le traicionaba. ¡Qué venganza sería la suya!

¿Qué no osaría el Ángel de la música, precipitado desde lo alto de su orgullo? Entre los brazos todopoderosos del monstruo, ¡Christine está perdida!

Y Raoul piensa todavía en las estrellas de oro que la noche pasada vinieron a vagar por su balcón: ¿por qué no las fulminó con su arma imponente!

Cierto que hay ojos extraordinarios de hombre que se dilatan en las tinieblas y brillan como estrellas o como ojos de gato. (Algunos hombres albinos, que parecen tener ojos de conejo de día tienen ojos de gato por la noche, es cosa sabida).

Sí, sí, Raoul había disparado sobre Erik. ¿No lo había matado? El monstruo había huido por el canalón como los gatos o los presidiarios que —también todos lo saben— escalarían el cielo en vertical con la ayuda de un canalón.

Indudablemente, Erik meditaba entonces alguna empresa decisiva contra el joven, pero había sido herido y había escapado para volverse contra la pobre Christine.

Así piensa cruelmente el pobre Raoul mientras corre hacia el camerino de la cantante...

«¡Christine, Christine...!». Lágrimas amargas queman los párpados del joven, que ve esparcidas sobre los muebles las ropas destinadas a vestir a su hermosa prometida en la hora de la fuga... ¡Ah! ¿Por qué no quiso ella partir antes? ¿Por qué haber tardado tanto...? ¿Por qué haber jugado con la catástrofe que les amenazaba..., con el corazón del monstruo...? ¿Por qué haber querido, ¡piedad suprema!, lanzar como pasto último a aquella alma de demonio este canto celestial...?

El fantasma de la óperaWhere stories live. Discover now