XI

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HAY QUE OLVIDAR EL NOMBRE DE «LA VOZ DE HOMBRE»


A la mañana siguiente del día en que Christine había desaparecido delante de sus ojos en una especie de deslumbramiento que aún le hacía sospechar de sus sentidos, el señor vizconde de Chagny se dirigió en busca de noticias a casa de la señora Valérius. Cayó sobre un cuadro conmovedor.

A la cabecera de la anciana dama, que tejía sentada en su lecho, Christine hacía punto. Nunca óvalo más encantador, ni frente más pura, ni mirada más dulce se inclinaron sobre una labor de virgen. A las mejillas de la joven habían vuelto los colores frescos. El cerco azulado de sus ojos claros había desaparecido. Raoul no reconoció ya el rostro trágico de la víspera. Si el velo de melancolía difundido sobre aquellos rasgos adorables no hubiera parecido al joven el último vestigio del drama inaudito en que se debatía aquella misteriosa mujer, habría podido pensar que Christine era su incomprensible heroína.

Christine se levantó sin emoción aparente cuando él se acercó y le tendió la mano. Pero la sorpresa de Raoul era tal que se quedó allí, anonadado, sin un gesto, sin una palabra.

—Bueno, señor de Chagny —exclamó la señora Valérius—. ¿No conoce ya a nuestra Christine? ¡Su «genio bueno» nos la ha devuelto!

—¡Mamá! —le interrumpió la joven en tono seco, mientras un vivo rubor le subía hasta los ojos—, mamá, creía que no se volvería a hablar de eso... ¡Ya sabe usted que él no tiene el genio de la música!

—¡Hija mía, sin embargo te ha dado lecciones durante tres meses!

—Mamá, le he prometido explicarle todo un día; ¡yo espero..., mas, hasta ese día, usted me ha prometido silencio y no preguntarme nunca!

—¡Si me prometieses no volver a abandonarme! Pero ¿me has prometido eso, Christine?

—Mamá, todo eso no puede interesar al señor de Chagny...

—Se engaña, señorita —le interrumpió el joven con una voz que quería aparentar firmeza y valor y que todavía temblaba—; todo lo que la afecta me interesa hasta un punto que no podría usted comprender. No le ocultaré que mi sorpresa iguala a mi alegría al encontrarla junto a su madre adoptiva y que lo que pasó ayer entre nosotros, lo que pudo usted decirme, lo que yo pude adivinar, nada me hacía prever un regreso tan rápido. Sería el primero en alegrarme si usted no se empeñara en conservar sobre todo esto un secreto que puede serle fatal... y yo soy amigo suyo hace demasiado tiempo para no preocuparme, lo mismo que la señora Valérius, por una funesta aventura que seguirá siendo peligrosa mientras no hayamos descubierto su trama y de la que usted terminará por ser la víctima, Christine.

Ante estas palabras, la señora Valérius se agitó en su lecho.

—¿Qué quiere decir eso? —exclamó—... ¿Christine está en peligro?

—Sí, señora... —declaró Raoul con valentía, pese a las señas de Christine.

—¡Dios mío! —exclamó, jadeante, la buena y cándida anciana—. Tienes que decírmelo todo, Christine. ¿Por qué me tranquilizas? ¿Y de qué peligro se trata, señor de Chagny?

—¡Un impostor está abusando de su buena fe!

—¿El Ángel de la música es un impostor?

—¡Ella misma le ha dicho que no hay Ángel de la música!

—Entonces, ¿qué es lo que hay? Dímelo, en nombre del Cielo —suplicó impotente la señora Valérius—. ¡Provocará usted mi muerte!

—¡Lo que hay, señora, a nuestro alrededor, alrededor de usted, alrededor de Christine, es un misterio terrestre mucho más digno de temor que cualquier fantasma y cualquier genio!

El fantasma de la óperaWhere stories live. Discover now