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EL BAILE DE MÁSCARAS


El sobre, completamente sucio de barro, no llevaba ningún sello. «Para entregar al señor vizconde Raoul de Chagny», y las señas a lápiz. Lo habían tirado con la esperanza de que algún transeúnte recogería el billete y lo llevaría a su domicilio; es lo que había pasado. Habían encontrado el billete en una acera de la plaza de la Ópera. Raoul volvió a leerlo febrilmente.

No necesitaba más para que renaciese en él la esperanza. La sombría imagen que por un instante se había hecho de una Christine olvidada de sus deberes para con ella misma, dejó paso a la primera imaginación que había tenido de una pobre muchacha inocente, víctima de una imprudencia y de su sensibilidad excesiva. ¿Hasta que punto era realmente víctima a esa hora? ¿De quién estaba prisionera? ¿A qué abismo la habían arrastrado? Se lo preguntaba con una angustia muy cruel; pero ese dolor mismo le parecía soportable frente al delirio en que le sumía la idea de una Christine hipócrita y mentirosa. ¿Qué había pasado? ¿Qué influencia había sufrido la joven? ¿Qué monstruo la había encantado, y con qué armas?

... ¿Con qué armas podía ser, si no eran las de la música? Sí, sí, cuanto más pensaba más se convencía de que era por ese lado por donde descubriría la verdad. ¿Había olvidado acaso el tono con que ella le había dicho, en Perros, que había recibido la visita del enviado celeste? Y la historia misma de Christine, en aquellos últimos tiempos, ¿no debía ayudarle a aclarar las tinieblas en que se debatía? ¿Había ignorado la desesperación que se había apoderado de ella tras la muerte de su padre y la repugnancia que había sentido entonces hacia todas las cosas de la vida, incluso de su arte? Había pasado por el Conservatorio como una pobre máquina cantante, carente de alma. Y, de pronto, había despertado, como bajo el soplo de una intervención divina. ¡El Ángel de la música había llegado! ¡Canta la Margarita del Fausto y triunfa...! ¡El Ángel de la música! ¿Quién se hace pasar, pues, a sus ojos por ese maravilloso genio...? ¿Quién, informado de la leyenda amada del viejo Daaé, la ha utilizado hasta el punto de que la joven no es ya entre sus manos otra cosa que un instrumento sin defensa que él hace vibrar a capricho?

Y Raoul pensaba que una aventura como aquélla no era excepcional. Recordaba lo que le había ocurrido a la princesa Belmonte, que acababa de perder a su marido y cuya desesperación se había convertido en estupor... Hacía un mes que la princesa no podía hablar ni llorar. Esa inercia física y moral iba agravándose cada día y el debilitamiento de la razón conducía poco a poco a la destrucción de la vida. Llevaban todas las tardes a la enferma a sus jardines; pero no parecía comprender siquiera dónde estaba. Raff, el mayor cantante de Alemania, quiso visitar esos jardines, famosos por su belleza. Una de las mujeres de la princesa rogó al gran artista que cantara, sin dejarse ver, cerca del bosquecillo donde la mujer se hallaba tumbada. Raff aceptó la propuesta y cantó una melodía sencilla que la princesa había oído de labios de su marido en los primeros días de su himeneo. La melodía era expresiva y conmovedora. La música, la letra, la voz admirable del artista, todo se unió para remover profundamente el alma de la princesa. De sus ojos brotaron lágrimas..., lloró, se salvó y quedó convencida de que su esposo había bajado aquella noche del cielo para cantarle la melodía de antaño.

¡Sí..., esa tarde...! Una tarde, pensaba ahora Raoul, una única tarde... Pero aquella hermosa estratagema no hubiera aguantado ante una experiencia repetida...

La ideal y doliente princesa de Belmonte habría terminado por descubrir a Raff, tras el bosquecillo, si hubiera vuelto al mismo lugar todas las tardes durante tres meses...

El Ángel de la música había dado lecciones a Christine durante tres meses... ¡Ah, qué profesor tan cumplidor...! ¡Y ahora la paseaba por el Bois!

El fantasma de la óperaWhere stories live. Discover now