Día 2

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Aun miro el reloj al despertar, me reconforta cumplir un poco de la rutina cotidiana que ahora parece inútil. Utilizo mi departamento aunque bien pudiera mudarme de habitación ya que el resto del edificio está abandonado, pero siento que si me aferro a ello, no perderé tan rápido la cordura. Tengo suficientes víveres para permanecer en meses de encierro, pero me gusta caminar por la ciudad, como queriendo descubrir tesoros en la jungla de concreto. Cuando la noticia se dio a conocer y el brote se esparció, no fui el único al cual la imaginación le hizo pensar en zombies, en que la ficción cruzaría con la realidad. No fue asi, al comenzar hubo una limpieza por parte de las instancias gubernamentales para retirar los cadáveres de sus casas.

Al avanzar, la rapidez de los hechos sobrepasó los esfuerzos y parte del contagio más ágil sucedió al tener los cuerpos en la calle, siendo destruidos por animales callejeros, quizá esparciendo en el viento el virus, no podría asegurar eso, pero era el consenso general. Ante esos hechos se quemaron los cadáveres y realizaron entierros en fosas enormes, hasta que no hubo alguien que lo pudiera hacer. Fue aquel que era afectado por los hechos el que tomaba cartas por mano propia. Y por mucho tiempo el olor a carne quemada me quitó el apetito. Los gritos de aquellos que clamaban por un final para su sufrimiento se quedaron grabados en los ecos de la noche.

Si bien no tengo una agenda apretada todos los días, hoy decidí visitar uno de los almacenes más lejanos, tardo cerca de dos horas en llegar, a paso lento. Me gusta descubrir que ha quedado en el camino de los saqueadores. La ciudad está casi desierta, pasas un par de kilómetros para ver otra alma. La extraña sensación de confort en este mundo muerto tiene un efecto calmante, quizá porque los víveres aún no escasean, es que nos miramos de lejos al cruzar caminos, pero no caemos en actos de violencia. Hay suficiente para todos, y eso nos tiene felices. O será que me he cruzado con gente que le da el mismo valor a la vida y prefiere convivir que enfrentarse.

Nunca me casé, y los amores los puedo contar con los dedos de una mano, así que mi apego fue para algunos amigos, mis padres difuntos y mis hermanos alejados. Trato de no pensar en ellos, porque no sé cuánto me afecte el duelo.

Los perros callejeros se volvieron más salvajes tal devorar cadáveres en la calle, pero respetan el espacio de aquellos vivos. Las mascotas por otro lado encontraron refugio en otras familias o en sus compañeros callejeros. No he decidido adoptar alguno por mis agudos temores, aunque hay un gato negro que me visita seguido. Sin enlace al resto del mundo no estoy seguro de que la situación de mi entorno se replique en otro lugar, solo son mis conjeturas.

Tardé más de las dos horas en llegar al almacén porque contemplaba cada detalle del nuevo paisaje citadino, los autos abandonados, los semáforos que siguen funcionando. Algunos restos de humanos a manera de huesos desnudos, el sonido de niños corriendo que me provoca escalofríos y esperanza a la vez.

El almacén forma parte de un centro comercial, los cristales rotos de las puertas o ventanales son casi polvo en el piso por el paso de la gente. Una tienda de bikinis desierta, ¿quién se robaría esas prendas? La lógica salió por la ventana desde tiempo atrás pero me parece divertido imaginar. Eso me lleva a pensar la vida en la playa, ¿el mar habrá quedado libre de la plaga mortal? Si algo quedó claro desde el brote es que el virus no pasaba a los animales, quizá una manera de la naturaleza para deshacerse de sus criaturas más crueles.

Algunos de los restaurantes de cadena tienen ingredientes cuya caducidad abarca unos meses más. Tomé algunos para inventarme alguna receta. En el supermercado las puertas de las bodegas están rasgadas, destrozadas por quienes no tenían un plan para ingresar e invadieron haciendo huecos o tumbando pedazos de pared. Encendí la luz de unas lámparas que titilan. La última vez quedaban algunas cajas, no pude llevar más de lo que un carrito de supermercado me permitió. Esta vez quedaron latas tiradas, algunas abolladas. Tomé un carrito y eché algunas cuantas. No pongo mucha atención en lo que tienen, después del fin del mundo, seleccionar entre un menú es un lujo que no puedo darme. Botanas, sopas instantáneas, un abanico de productos dispares. Y en el frenesí del saqueo, nadie pensó en llevar detergente, así que esos estantes permanecen casi pulcros y aprovecho para llevar un costal y algunas botellas del que fuera el más caro. Asumiendo que no soy el único, y por las risas de niños a lo lejos, siempre dejo algunas provisiones para alguien más. En casa tengo una caja llena de paquetes con semillas que comencé a sembrar hace poco en el techo del edificio y confío en que eso será un acierto a futuro. No intento atiborrarme de provisiones pensando en vivir otro medio centenar de años, la realidad me demostró que hay que ser precavido pero también reconocer que cada mañana podría ser el último día.

Caminé de nuevo a casa, era el mediodía y el sol calaba por el reflejo en el pavimento. Tomé una de las gorras que alguien dejo en una de esas tiendas a manera de isla en la plaza, quizá el diseño no fue de su agrado. Su olor era un tanto extraño, pero después de una lavada quedaría bien. Escondí un poco de mi cabello blanco que caía por la frente bajo la gorra, para que no me molestara cuando el sudor lo empapara.

Los huesos ya no me responden igual, trato de caminar para mantenerme en forma, pero cuando llego a calles en declive subo mis pies en el carrito y me dejo llevar como si fuera un niño de diez años. El problema es al tratar de frenar, un paso en falso al pisar el suelo y podría lastimarme un pie. Los nervios por descontrolar mi bajada me provocaron más risas que miedo, el viento en mi rostro de repente me hizo olvidar la tragedia. Una carcajada salió con vida propia justo antes de frenar, pero la sangre se congeló al sentir una ráfaga a mi lado. Un auto que pasó a toda velocidad para estrellarse con el aparador de una tienda. Llegó hasta unos cien metros lejos de mí y vi las bolsas de aire abrirse. Por primera vez el contacto con extraños en este escenario me puso tenso, tomé una de las latas que empuñé con mi mano derecha lista para lanzarla y usarla como arma mientras caminé lentamente hacia ellos.

Eran dos jóvenes de unos treinta años, un hombre y una mujer. Se veían descuidados en apariencia. Miré hacia atrás y a los alrededores pero no había alguien siguiéndolos. Sus labios estaban resecos, intenté despertarlos pero no reaccionaban. Moví al varón que estaba al volante hacia la parte de atrás, le puse el cinturón de seguridad por precaución. Quise subir los víveres a la cajuela pero estaba llena, así que puse lo que pude en el otro asiento trasero y el piso del auto. Intenté despertarlos de nuevo pero fue inútil. En otro momento hubiera pensado que sería mala idea conducir y llevarlos a casa, pero desde hace tiempo que no tengo nada que perder. 

30 días después del fin del mundo (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora