Parte 6

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Linia despertó sola una vez más y se quedó un rato en la cama mirando el techo y escuchando a los pájaros. Se sentía como una viuda.

Sabía en lo que se estaba metiendo el día que aceptó a Feidos como esposo, porque lo mismo le había pasado a su difunta madre. Linia recordaba bien su infancia: a menudo acompañaba a su padre al taller, pero el resto del tiempo se quedaba en casa. Entonces veía a su madre asomarse por la ventana, esperando, siempre esperando. En cierto modo había sido como si su esposo tuviera una amante, porque el corazón de Luco Éximo estaba dividido entre ella y su trabajo. La mujer no había muerto de soledad sino de una enfermedad contagiosa, pero Linia sospechaba que su padre aún se sentía culpable por no haberla acompañado más.

Linia no lamentaba su decisión... pero no había imaginado que las ausencias de su marido le pesarían tanto. A veces no lo veía hasta la noche, cuando él llegaba del palacio, agotado y sucio, para cenar con ella y darse un buen baño caliente. Ella deseaba oírlo decir que estaba muy cansado y que por eso se quedaría en casa todo el día siguiente, pero lo que hacía era irse a la cama a dormir como un tronco y en la mañana se despertaba fresco y renovado. Se ponía sus ropas de trabajo, comía un abundante desayuno, y de nuevo desaparecía en su caballo de camino al palacio, a pasar ahí las horas esculpiendo sin parar. Sin embargo, Linia comenzaba a sospechar que el problema no estaba en Feidos... sino en el encargo. La dichosa roca de la Montaña Negra y lo que fuera que estaba haciendo con ella, y que a Linia no le permitía ver. Debía ser algo muy especial, y por eso él se comportaba de esa manera tan obsesiva.

Ojalá terminara la escultura de una buena vez. Linia no estaba segura de que pudieran seguir así mucho tiempo sin que su matrimonio se resintiera.

Después de realizar las tareas de la casa, ensilló a su pequeña mula Nanga y fue a visitar a sus abuelos. Al menos ellos estaban retirados, y por consiguiente disponibles a toda hora.

Ilda se hallaba en el jardín, cuidando sus amadas flores, de modo que fue la primera en ver a Linia en el sendero de tierra que llevaba a la casa.

—¡Hola, querida! —la saludó—. ¿Otra vez por aquí? ¿Qué pasa con ese marido tuyo, que siempre te deja sola?

Qué bien, pensó Linia. Hasta su abuela lo había notado.

—Ya sabes cómo es Feidos —contestó, procurando sonar alegre—. Le encanta su trabajo y la paga es buena.

—Eso lo sé, mi niña, ¡pero así nunca vamos a tener bisnietos! Dile a ese tonto que trabaje menos, y si hace falta podemos enviar a tu abuelo como reemplazo. Se está poniendo tan perezoso como un gato gordo.

—Me parece buena idea —dijo Linia riendo—. ¿Dónde está él?

—En el patio, ¿dónde más? Echando raíces en esa horrible silla que tanto adora. A ver si consigues que se mueva un poco, porque le hace falta el ejercicio.

Linia asintió con la cabeza, ató su mula a la barda y se dirigió a la parte posterior de la casa.

Su abuelo tenía más de noventa años pero aún no le fallaba la salud. Había sido un escriba en el palacio. A pesar de estar retirado conocía bastante bien los asuntos del imperio, porque seguía con la oreja pegada al suelo y se enteraba de todo. Según él, sólo había que saber a quién escuchar.

Diogo Éximo le hizo un gesto con la mano a su nieta y ella se sentó junto a él en el escalón de la puerta.

—Hola, Linia. ¿Cómo estás? ¿Alguna noticia?

—Sólo lo de siempre.

—¿Y Feidos?

—Trabajando.

El dragón de piedraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora