Parte 2

125 5 0
                                    

Linia llenó su cántaro en la fuente y contempló por un rato los peces de bronce y el agua que salía de sus bocas. Era el único lugar tranquilo en el taller, al menos durante el día, así que también disfrutó la ausencia de ruido antes de volver a su trabajo.

A diferencia de su padre, Linia no tenía dotes artísticas, pero le encantaba estar ahí. Era fascinante ver cómo el barro tomaba forma, o cómo las figuras iban surgiendo poco a poco del interior de la piedra. Bloques grandes o pequeños, blancos, grises o negros, parecía como si cada uno aguardara pacientemente a que un escultor liberara por fin alguna de las maravillas que contenía.

Ese día había mucha actividad en el taller. En el centro de la capital se estaba construyendo una nueva plaza, y el Emperador quería que fuera la más hermosa de todas. Los deseos del Emperador eran ley en Atrea, como siempre, pero ésta era otra de sus leyes que a nadie le molestaba cumplir.

Linia se desplazó entre los escultores, esquivando los fragmentos de piedra que saltaban con cada golpe de cincel. Más tarde tendría que cepillarse bien el pelo, pero eso no le importaría si acaso lograba su propósito.

Una voz masculina la llamó por el camino.

—Hola, Linia. Tengo sed, ¿me darías un poco de agua?

La joven contempló al aprendiz con evidente desdén.

—No estás haciendo nada, ve tú mismo a la fuente.

—Vamos, no seas mala. Me estoy tomando un descanso.

—¿Un descanso de media hora? Ya verás cuando te pesque mi padre.

La mención de Luco Éximo debió haber conseguido que el aprendiz dejara de hacer el tonto, pero el muchacho, en cambio, sonrió seductoramente y dijo:

—¿Algún día posarás desnuda para mí?

—Ya quisieras, cabeza de granito. Pero le mencionaré a mi padre tu sugerencia, a ver qué opina.

Linia siguió su camino sin esperar a que sus palabras hicieran efecto. Probablemente no servirían de nada, pensó. Sabía que era bella y que muchos aprendices soñaban con llevársela a la cama. Pero a ella le interesaba uno solo: el único que no la miraba.

Feidos solía trabajar en los rincones más apartados del taller. Era muy solitario, incluso para un artista y aunque llevara ahí más de diez años. Linia sabía muy poco sobre él: se había criado en un hogar para niños huérfanos, no tenía amigos pero estimaba a su mentor, trabajaba sin parar y por la noche dormía en el taller. Le agradaban los animales. Era el mejor aprendiz.

Y eso era todo. Linia había tratado de hablar con él, de conocerlo un poco mejor, pero Feidos se resistía. Tal vez le gustaran los hombres, decían algunos, pero ella lo dudaba. Más bien tenía la impresión de que era muy tímido; quizás la muerte de sus padres había dejado una marca en su personalidad.

Linia podría haberlo ignorado tal como él la ignoraba a ella. Después de todo, pretendientes no le faltaban. Pero había algo en Feidos que le atraía, y no era su falta de interés. Parecía un buen hombre, y si era capaz de amar a una mujer con la misma pasión que a su trabajo, pues ella quería ser la afortunada.

La joven llegó al final del pasillo. Feidos se hallaba en un patio al aire libre, esculpiendo una pieza del mármol más fino de Atrea. Linia sonrió para sí con orgullo: no a cualquiera su padre le confiaba el mejor material.

La escultura aún no tenía forma, pero considerando sus dimensiones, probablemente se convertiría en una figura humana. Linia dejó de observarla y se enfocó en el artista.

Él era alto y tan moreno como ella, salvo por sus ojos, avellanados en lugar de negros. Los músculos destacaban en su torso desnudo, y en su rostro había una mirada de absoluta concentración.

El dragón de piedraWhere stories live. Discover now