Parte 5

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Una mañana de invierno, el mensajero del Emperador entró al taller de Luco Éximo. Feidos no le prestó atención, ya que el Emperador hacía encargos muy a menudo, pero entonces escuchó su nombre y levantó la cabeza, a tiempo de ver cómo otro de los aprendices lo señalaba con el dedo. El mensajero caminó hacia Feidos y, cosa extraña, le hizo una pequeña reverencia. Luego dijo:

—Feidos Lom, el Emperador Klamyr desea contratar vuestros servicios.

El escultor parpadeó, desconcertado por aquel tono tan formal. No supo qué responder, y agradeció que su mentor acudiera en su ayuda.

—¿El Emperador desea encargarle una obra a mi muchacho? —le preguntó Luco al mensajero, quien hizo un gesto afirmativo—. ¡Ah! Pues me siento doblemente orgulloso: el Emperador no sólo confía en mi taller, también conoce a mis aprendices por su nombre. ¿De qué obra se trata?

—Eso no puedo decirlo —contestó el mensajero—. Es decir, lo ignoro. Debe ser una obra importante, supongo, para que Su Excelencia no la comente con un humilde servidor.

Luco palmeó a Feidos en la espalda.

—Te felicito, hijo. Veo que has empezado a hacerte tu propia fama. Yo que tú no me haría esperar. Mensajero, ¿has venido a pie o a caballo?

—He venido en carro, Maestro Éximo. Podemos irnos ahora mismo, si a vuestro aprendiz le parece bien. Pero no hay prisa. Su Excelencia me dio instrucciones de posponer la partida si vuestro aprendiz está ocupado. Ya sabéis que no le gusta perturbar a los artistas.

—Es verdad —dijo Luco—. El Emperador es sumamente considerado. Por eso, Feidos, deberías mostrarle la misma cortesía. ¿Puedes partir ahora?

El joven tardó un poco en contestar.

—Sí. Sí, puedo partir ahora. No esperaba esto, pero me siento honrado. Maestro, ¿podrías decirle a Linia que quizás me tarde?

—Tranquilo, me haré cargo de eso. Nos vemos luego.

—Gracias. Hasta pronto.

Feidos siguió al mensajero hasta su carro. Todavía no podía creer que aquello estuviera pasando. ¡El Emperador lo había llamado a él! ¡A él! ¿De qué podía tratarse el misterioso encargo?

Tuvo media hora para preguntárselo, ya que ese tiempo tardó el carro en cubrir la distancia entre el taller y su destino. Al final del recorrido la pregunta se borró de su cabeza, sustituida por la impresión de estar tan cerca del palacio. Hasta ese día sólo lo había visto de lejos, un poco intimidado por su magnificencia.

Estaba hecho de roca clara con finas vetas rojizas. Tenía decenas de torres que se elevaban como dedos que quisieran tocar el cielo, y sus ventanales de colores lanzaban destellos al sol igual que joyas. En verdad quitaba el aliento. Era el centro de poder del imperio, y lo reflejaba a la perfección.

Había otra cosa que llamaba la atención, y que decía mucho sobre el Emperador y su forma de gobernar: el palacio era grande e imponente pero carecía de murallas, y los guardias apostados en lugares estratégicos parecían una simple formalidad. Si el Emperador Klamyr tenía enemigos, no se hallaban en Atrea. Sus súbditos eran prósperos y felices, y el Emperador no necesitaba protegerse de ellos.

Muchos años atrás, casi una centena, Atrea sólo había estado compuesta por un conjunto de poblaciones dispersas que a menudo luchaban entre sí. Había llanuras, aldeas... y los dragones de la Montaña Negra.

Antes de eso, la historia se convertía en leyenda. En ese entonces, además de la Montaña Negra existía la Montaña Blanca en el extremo opuesto de la región.

El dragón de piedraWhere stories live. Discover now