El Sabio

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El Sabio

Sentado en el umbral de la puerta (absorto en sus pensamientos), al final de las escaleras de aquel edificio desierto y sombrío (lleno de pasos de otros tiempos), el anciano buscaba, no ya en su conocimiento, sino en sí mismo, la respuesta a su última pregunta.

Había determinado que no abandonaría ese lugar, como antes lo habían hecho tantos otros, con sus manos y corazones vacíos, desolados ante aquellos hechos, que no habían sino destruido todo por cuanto habían luchado: el tiempo; el mismo tiempo.

Pero su propio tiempo había llegado a su fin, y hacía mucho. La respuesta no había sido contestada. Ora él, no cejaría hasta obtenerla. Los años le habían conferido ese dejo de terquedad característico de los suyos, no sólo por eso era nombrado “el anciano”. Inútil llamarlo de otra manera.

De esta forma, luego de un largo rato de espera, decidió, por fin, poner pie en el recinto. “La búsqueda de la verdad no puede ser suspendida ni por el más terrible hecho, aunque el mismo acaeciere bajo su causa”. Había sentenciado a si mismo.

—Volvamos al principio —dijo.

—Lo mejor será buscar en los libros: “Didáctica Tomo1”, creo que es un buen comienzo. “Al tiempo no le conozco, por lo tanto no habrá de cruzarse en mi camino”.

Seguro ya de su fin, abandonó la contemplación para dar lugar a la acción. Sus partes comenzaron a andar nuevamente, como un reloj otrora desatendido por su dueño y ora recién ajustado por el mejor de los relojeros: no el más hábil, sino el más insistente.

Oprimió, luego de la lectura, una serie de lo que parecían ser botones, grises, descascarados por el paso de las eras. De inmediato, la máquina cobró vida (por enésima vez), cual ejército llamado por sus reyes a la guerra luego de diez o tal vez veinte años: los soldados dormidos, refugiados en el calor de sus casas, enseguida se prestaban nuevamente en armas, como si no hubiera pasado ni un minuto de tiempo entre la anterior batalla y ésta.

Ingresó una serie de dígitos, palabras o tal vez alguna frase (es de suponer), las suficientes para ingresar al sistema, y cargó en la máquina cuanta fórmula, expresión, condición e información recordaba, a fin de que la misma dispusiera de las mayores referencias posibles para la resolución del problema. “Maquina Inferencia”, tenía grabado por allí, en algún lado.

El proceso comenzó; acaso, ¿no había vivido ya ese momento? “Deja vú”.

Tardaría no menos de un sol o dos en desmenuzar, por millonésima vez, lo que resultaba ser el alimento de aquel viejo artefacto.

¿Encontraría en esta ocasión la respuesta? Dudó, pero igualmente sabía que no podía ser imposible la llegada de la misma. “Tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe” —citó para sí.

—Espero en esta ocasión no sea la máquina quien se rompa —bromeó.

Pero no, la máquina había sido diseñada y construida de modo que jamás se vería afectada por daño alguno: era la perfección en sí misma; poseía la capacidad de regenerarse en forma autónoma, tomando, para ello, lo que el medio le proporcionara según cada ocasión.

—“Retórica Libro XII”. Deberían estar los primeros resultados. Ya es hora.

Una lista de lo que podría ser papel comenzó entonces a brotar de sus entrañas. Una, y otra vez se repetía la misma combinación de símbolos: 0>0, 0<0, 0=0. Deslumbrado, no podía entender el extraño resultado.

—Esta máquina se ha vuelto loca —sentenció.

—Comenzaremos de nuevo.

Dos soles más pasaron entonces, y la lista emergió nuevamente: 0>0, 0<0, 0=0.

El Rendar (once cuentos cortos)Where stories live. Discover now