Los Cofres del Saber (Capítulos 4 y 5)

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                                                                                   4

        Ignacio estaba en la habitación de su hotel solo con sus pensamientos, sentado en un extremo de la cama, en penumbra. ¿Debía acudir a la cita? ¿O quedarse para siempre oculto, tal como había pasado los últimos tres años? Desde que un suceso traumático cambió por completo su visión de la vida, había estado escondiéndose de él mismo y de la realidad, huyendo del pasado. Así que si finalmente decidía levantarse y acudir a la cita con Sara no le quedaría otro remedio que enfrentarse a los recuerdos y a su realidad, a aquella que no quería asumir ni aceptar ni encarar.

            Los tres años alejado de Sara le habían servido para deshacerse de esa extraña conexión que los unía, una conexión que representaba una amenaza para ambos, una amenaza que reapareció tres días atrás, cuando ella lo vio en la tele, en la actuación que intentó por todos los medios rechazar, pero que el destino le impuso como parte de su devenir.

          Se estiró un segundo en la cama con los ojos cerrados, en un intento desesperado de cortar los lazos reabiertos, aquellos que le mostraban un peligro que acechaba a Sara. La sentía aterrada, bajando unas escaleras, con unos ojos pegados a su espalda, amenazándola en la oscuridad.

         Exhaló un fuerte y poderoso suspiro cuando Sara se quedó paralizada antes de  descubrir la mirada clavada en ella. La acompañó en su camino silencioso hacia la biblioteca, con los ojos siguiéndola. Podía sentir su miedo, su angustia, su terror. Escuchaba el martilleo acelerado de su corazón y sus jadeos roncos en la penumbra. La veía temblando, indecisa, con un nudo que oprimiéndole el estómago.

            En ese instante, justo en el momento en el que Sara llegó al límite de sus fuerzas, Ignacio se levantó de golpe, cerró los ojos y permitió que el puente que se cernía entre ambos se construya para que su fuerza pasara a través de los muros que lo sostenían. Sara sintió entonces cómo todo su cuerpo se revitalizaba y logró reponerse, luchando contra la mirada con la ayuda silenciosa de su amigo, bloqueando la amenaza los minutos necesarios para abrir el pasadizo, entrar en él y volver a sellarlo.    

         Ignacio se quedó paralizado en medio de la habitación del hotel, era como si su mente funcionara a toda potencia y su cuerpo se hubiera quedado en un estado catatónico, inmóvil, rígido, estático. Se había metido en la cabeza de Sara, sentía sus mismas emociones, sus latidos, sus constantes alteradas, su miedo. La acompañó por la cueva roñosa y llena de roedores que caminaban cerca de sus bambas y le despertaban escalofríos de asco y tensión.

       Cuando llegaron al taxi la frente de Ignacio se empapó con un sudor frío y resbaladizo que revelaba el gran esfuerzo que le suponía ayudar a Sara a bloquear la amenaza de los ojos que intentaban encontrarla en la oscuridad. En un rincón de su mente los veía, los percibía, los sentía. Eran dos esferas negras y brillantes que desafiaban la niebla que las rodeaba y se iban introduciendo en su cerebro, regalándole recuerdos, instantes, imágenes de un suceso doloroso, tan doloroso que la conexión entre Ignacio y Sara se fue desvaneciendo, debilitando, apagando.

            La realidad de la que había escapado el mago durante los últimos tres años se cernió sobre él como una manada de lobos hambrientos que estaban dispuestos a devorar hasta la última gota de serenidad que poblaba en su interior. Un conjunto de imágenes fragmentarias e inconexas le despertaron un cosquilleo interno. El fuego, las llamas, los gritos, sus manos, sus lloros, la desesperación… A medida que se sucederían los efluvios de un pasado olvidado el cuerpo de Ignacio se fue moviendo, retorciendo al son de los espasmos de angustia y desesperación que le provocaban. Y la imagen de Sara se fue fundiendo en la negrura del dolor, de la culpa, de la verdad.

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